Resumen
En este trabajo presentamos dos textos inéditos de Arturo Costa Álvarez: “La filología española o un cultivo que ‘se va en vicio’” (1922?) y “Las cosas machos y hembras” (1923), conservados en el Fondo Costa Álvarez de la Biblioteca Pública de la Universidad Nacional de La Plata. En el primero, mostramos cómo se introducen algunos de los ejes conceptuales que organizarán la producción de Costa Álvarez a partir del libro Nuestra lengua (1922) pero, también, cómo se inaugura una perspectiva que, aunque anterior a la creación del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, anticipa y modela en gran medida sus posiciones críticas posteriores. En el segundo trabajo, señalamos de qué modo, también a partir de un gesto polémico con las autoridades de ese Instituto, Costa Álvarez despliega un saber gramatical y lingüístico, y evaluamos sus características en tanto ejemplo de la lingüística no académica del período.
palabras clave: Arturo Costa Álvarez; textos inéditos; historia de la lingüística; Argentina.
Abstract
In this paper we present two unpublished texts by Arturo Costa Álvarez: “La filología española o un cultivo que ‘se va en vicio’” (1922?) and “Las cosas machos y hembras” (1923), preserved in the Costa Álvarez Fund at the Public Library of the National University of La Plata. In the former, we analyze how some of the conceptual axes that organize the production of Costa Álvarez based on the book Nuestra lengua (1922) are introduced. We also show how the text inaugurates a critique that, even though it is prior to the creation of the Institute of Philology of the Faculty of Philosophy and Letters of the University of Buenos Aires, anticipates and largely models the author’s subsequent positions. In the second text, we analyze how, based on a controversial gesture towards the authorities of the Institute, Costa Álvarez deploys certain grammatical and linguistic knowledge, the characteristics of which we assess here as a sample of non-academic linguistics of the period.
keywords: Arturo Costa Álvarez; unpublished texts; history of linguistics; Argentina.
1. Introducción
Es un hecho conocido que la creación en 1922 del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires da inicio a un proceso de institucionalización de los estudios filológicos y lingüísticos en la Argentina (Barrenechea y Lois 1989; Di Tullio 2003; Toscano y García 2009, 2013b). Si, siguiendo a Bourdieu (1976), ese proceso es representado como la emergencia de un campo científico, puede afirmarse entonces que durante los primeros años de actividad del Instituto asistimos a una lucha por el monopolio de la competencia científica que encuentra en los filólogos españoles a cargo del Instituto a sus claros vencedores. Ese triunfo, no obstante, no se produce de manera rápida ni lineal, como lo evidencian los numerosos debates y disputas que se producen durante los primeros años de actividad de ese centro (Degiovanni y Toscano y García 2010), y en especial los que un joven Amado Alonso libra durante 1927, año en que es designado como director del Instituto, contra quien es quizás el más importante especialista contemporáneo, Arturo Costa Álvarez. A través de dos textos que publica en la revista porteña Síntesis, “La filología del señor Costa Álvarez y la filología” (1929a) y “Sobre el difunto Costa Álvarez” (1929b), donde somete a Costa Álvarez a una suerte de juicio público mediante el que trata de demostrar su ignorancia en todas las materias filológicas y lingüísticas, Alonso busca responder “definitivamente” a las críticas que Costa Álvarez había dirigido al Instituto a través de numerosos artículos y notas periodísticas desde 1923 (Alfón 2011; Ennis en prensa, Toscano y García 2013a, 2016).
El Fondo Arturo Costa Álvarez, depositado en la Biblioteca Pública de la Universidad Nacional de La Plata, ofrece una importante cantidad de materiales inéditos que permiten ampliar y complejizar nuestra comprensión de esa actividad crítica y de rechazo que entre 1923 y 1929 Costa Álvarez libra contra el Instituto de Filología. En lo que sigue, presento (en el “Apéndice”) y comento dos trabajos inéditos que integran este Fondo: “La filología española o un cultivo que ‘se va en vicio’” (1922?), y “Las cosas machos y hembras” (1923). En el primero, quiero mostrar cómo aparecen ya bien claros algunos de los ejes conceptuales que organizarán la producción de Costa Álvarez a partir del libro Nuestra lengua (1922) pero, también, cómo plantea una crítica que aunque es anterior a la creación del Instituto anticipa en gran medida sus posiciones críticas posteriores. En el segundo trabajo, intentaré observar cómo, también a partir de un gesto polémico con las autoridades del Instituto, Costa Álvarez despliega un saber gramatical y lingüístico, y evaluar sus características en tanto ejemplo de la lingüística no académica del período.
2. La ciencia y sus vicios
“La filología española o un cultivo que ‘se va en vicio’” es un texto escrito posiblemente en 1921, o 1922; en cualquier caso, no hay dudas de que se trata de un trabajo anterior a la creación del Instituto. El trabajo se propone como un comentario crítico de la “Revista de la Filología Española”;1 resulta notable, para empezar, el cambio que Costa Álvarez introduce en el título, que no parece constituir una errata sino un esfuerzo por destacar su concepción de que ese es el órgano de los filólogos madrileños:
Vuelvo de una excursión al campo donde trabajan los filólogos del castellano. Cuatro o cinco semanas he pasado leyendo las lucubraciones que registran los últimos tres años de la Revista de la Filología Española, publicación madrileña que resume en sus páginas de información y de crítica doctrinaria y sectarista, los esfuerzos más notables que realizan esos investigadores […].2
Esa acusación, “doctrinaria y sectarista”, anticipa las críticas que, en los mismos términos, Costa Álvarez dedicará a las tareas del Instituto a partir de la gestión de Castro en 1923.3 Pero lo que importa aquí destacar es que en esta publicación Costa Álvarez inaugura una discusión que va a estar en el centro de los debates que sucederán durante sus primeros años de actividad. Este problema tiene que ver con una típica lucha de campo, y consiste en la denominación y definición de la disciplina que se practica.4
El punto de partida es la impugnación que Costa Álvarez hace de la designación “filología” como referencia a un campo disciplinar: una impugnación que, negativamente, deja ver su entendimiento de cómo se organizan en términos epistemológicos los estudios lingüísticos contemporáneos. Así, sostiene que a pesar de la denominación “filología” que da nombre a la revista, los españoles no son en verdad filólogos porque “no estudian los caracteres y las costumbres de la antigüedad, a la luz de sus monumentos artísticos y literarios”; son en rigor “gramatistas”, estudiosos de “la letra misma, como elemento indivisible del sonido articulado”. Costa Álvarez invoca el uso extendido y común en respaldo de su interpretación: el sentido que le dan los españoles “choca con el significado que ese término tiene en todas las lenguas, el castellano inclusive antes de ahora; como lo favorecía cierto prestigio antiguo, ha sido adoptado para denotar algo que, propiamente hablando, ha debido llamarse de otro modo”.
Pero si por un lado los españoles se alejan de lo que para Costa Álvarez es una epistemología moderna, a la vez tampoco actúan como gramáticos, es decir, no “estudian la lengua misma a los efectos de enseñar su mejor manejo”. Vemos en este punto planteada la defensa de un modelo disciplinar, en oposición al menendezpidaliano, sincrónico, descriptivo y orientado hacia una pedagogía de la lengua. Es, en otros términos, el modelo que Ricardo Rojas diseña cuando imagina ese futuro Instituto de Filología, y esa tensión entre diacronía y sincronía, entre una pregunta por el origen y una voluntad de intervenir en la dinámica social mediante una pedagogía y una normalización lingüística está también en el centro de los conflictos y reformulaciones que sufrirá el Instituto durante sus primeros años.
En otro trabajo (Toscano y García 2009) he intentado mostrar que esa tensión entre dos modelos se encarna en un hecho histórico muy puntual: el Instituto creado por Rojas lleva originalmente el nombre de “Instituto de Lingüística”, pero la decisión de nombrar a Menéndez Pidal como director honorario supone en la práctica la adopción de una denominación que, más ajustada a su modelo disciplinar, reemplaza en la práctica a la original: así, el Instituto inaugurado en 1923 será nombrado en todos los ámbitos como “Instituto de Filología”, nombre que adoptará legalmente recién a fines de la década del treinta.
En este texto, Costa Álvarez rechaza la utilización de esa denominación, “lingüística”, para referirse al modelo menendezpidaliano. Lo hace a partir del comentario a una publicación reciente del español, los Documentos lingüísticos de España (1919). La crítica de Costa Álvarez tiene lugar en dos tiempos: primero impugna el uso adjetival del término, es decir, el sentido de “documentos lingüísticos” como “documentos de la lengua”. Dice: “Lingüístico o idiomático será el trabajo científico a que puede estar destinada esa compilación; pero los escritos que la forman no son lingüísticos, porque no fueron hechos por lingüistas ni para lingüistas”. Para él, “lingüístico” es siempre referencia a un campo disciplinar, y ese (otra vez la estrategia de apelar al sentido común) es el sentido que el consenso de la comunidad científica ha definido:
Menéndez Pidal, sumo sacerdote de este culto a la lengua muerta, acaba de perpetrar otro atentado semántico, que lleva un punto más lejos el anterior. A una compilación que está haciendo de reliquias escritas del castellano preclásico, ha puesto por título “Documentos lingüísticos de España”. Lingüístico es un término que ha tenido siempre un significado colectivo: se refiere al lenguaje en general y a ninguna lengua en particular. Helo ahora con significado individual, estropeando la necesaria unidad del vocabulario científico en todos los idiomas.
Es posible reconocer como soporte de estas críticas que Costa Álvarez funda en el moderno uso común la perspectiva de Ferdinand de Saussure. Sabemos, por una parte, que Costa Álvarez conoció la obra de de Saussure porque en ese mismo Fondo Costa Álvarez se conserva una segunda edición del Curso (1922), repleta de comentarios en sus márgenes. Pero el propio artículo ofrece más evidencia de ese trasfondo: allí Costa Álvarez opone el modelo de una disciplina que llama “Lingüística” al modelo español, y sostiene que sus desarrollos se encuentran en otras lenguas (como el francés):
Y la manera de prepararse para esto [para una filología americana] no es imitar la acción de los filólogos españoles, sino estudiar el método de investigación de la Lingüística […]. Y nada de esto se concentra en ninguna de las gramáticas históricas […] que han publicado hasta hoy, como texto de enseñanza, los filólogos españoles. A Dios gracias, están en las otras lenguas los textos convenientes.
La demostración que sigue apela a un recurso humorístico, un procedimiento frecuente en Costa Álvarez.5 Presenta una suerte de entrevista a un filólogo español, cuyo fin evidente es ridiculizarlo:
Lo que Costa Álvarez critica a los filólogos españoles es su obsesión insana con los restos del pasado, “los detritus orgánicos del lenguaje” dice más adelante en este trabajo, y es posible pensar esa referencia en relación con los también detritus de los que, según Borges en su reseña de 1941 al libro de Castro, se ocupa el Instituto de Filología porteño. Para Borges, sin embargo, el detritus está en el presente: los filólogos revuelven en la basura del lenguaje; Costa Álvarez los acusa mucho antes de ocuparse de los cadáveres que la lengua deja.
Esa obsesión por la reliquia tiene, continúa Costa Álvarez, su paroxismo en la más peligrosa especie filológica, la de los “filólogos de la especie dialectal”. En clara referencia a los trabajos realizados sobre los dialectos peninsulares del español, Costa Álvarez sostiene que el interés por la lengua vulgar que muestran estos filólogos actúa como una influencia negativa para el progreso cultural:
Estos filólogos de la especie dialectal […] [s]uponen que, si la prédica gramatical consiguiese elevar la cultura del pueblo bajo, refinar la pronunciación, normalizar las flexiones, enderezar la construcción, la lengua vulgar desaparecería, y la filología dialectal perdería su precioso campo actual de observaciones. La especulación científica en tal campo, basada justamente en la caza a la anomalía, habría perdido su razón de ser. De modo que está en el interés del filólogo español que la incultura del lenguaje se mantenga… en todos los órdenes de la actividad humana hay gente que vive de lo irregular. Por suerte, la cordura general se sobrepone al interés de los sabios de esta especie, y la acción de ellos no estorba el progreso normal de la lengua culta.
De este modo, para Costa Álvarez la filología española no solo inhibe el desarrollo de la verdadera y necesaria ciencia: todavía más, contribuye a la “incultura del lenguaje”. Si la afirmación resulta en un punto temeraria, es posible retener sin embargo esa oposición que, una vez más, Costa Álvarez establece en este texto entre la voluntad arqueológica y la preocupación por el uso, es decir, entre una filología orientada hacia la investigación diacrónica y una centrada en la sincronía. Como hemos señalado, todos los textos que publica desde 1923 muestran que Costa Álvarez se consagra a la defensa de este último modelo a la vez que a la impugnación del diacrónico.
La sección final de su texto la dedica Costa Álvarez a establecer un último eje argumentativo: en contra del modelo de saber neutral que defienden Castro y (aquí también) Rojas cuando inauguran en 1923 el Instituto de Filología, Costa Álvarez, como también otros lingüistas y filólogos que actuarán durante los años siguientes desde lo que será ya la periferia del campo científico (tal es el caso de Vicente Rossi), va a insistir en mostrar la dimensión ideológica de la investigación lingüística, y a denunciar con una claridad inédita durante el período lo que percibe como una suerte de colonialismo científico.
Y esto lo hace, también aquí, en dos tiempos. En primer lugar, busca mostrar que esa atención española a los restos del pasado es una suerte de respuesta compensatoria a las miserias del presente:
Que la española gente aplique su actividad intelectual a tal empresa, es algo que a nosotros no nos toca deplorar; no tenemos nosotros la culpa de que España se haya connaturalizado con la lepra del analfabetismo, y mientras con una mano se la rasca, con la otra trata de olvidarla removiendo las cenizas del pasado para despertar los recuerdos de sus perdidas glorias.
Pero el argumento más contundente lo desarrolla Costa Álvarez a continuación; allí sostiene que la defensa de un cierto modelo disciplinar puede actuar, como actúa de hecho en este caso, como soporte científico de una práctica imperialista:
Que los angloamericanos concurran con gran [¿dispendio?] editorial a esta obra de resurrección, eso es algo que tampoco nos duele; nada tenemos nosotros que ver con el espíritu utilitarista de los yanquis, que el siglo pasado no vacilaron en estimular el estudio de las lenguas autóctonas de su territorio para demostrar con argumentos científicos la imposibilidad de la unidad primitiva de las lenguas, y por tanto de las razas (sic, aunque parezca mentira), a fin de justificar así el régimen de la pura esclavitud y la política del exterminio para el indio. Dado este antecedente sería tonto no ver en su estudio actual del castellano un fin no menos práctico muy evidente ya por las mutilaciones que ha sufrido Méjico, y por las exacciones que ha soportado Cuba y que Puerto Rico y la República Dominicana están aguantando.
Esta perspectiva, que busca dar cuenta de la dimensión política de la práctica científica, no solo se opone, como hemos dicho, al modelo que defienden Rojas y los filólogos españoles al frente del Instituto desde 1923, un modelo que concibe a la ciencia como una práctica ideológicamente neutral y que encontraría en su carácter internacional una confirmación decisiva de su carácter no situado, sino que lo acerca al tipo de impugnación que propugna ese conjunto de figuras desplazadas del campo, entre las que se encuentran Rossi pero también Delfina Molina y Vedia de Bastianini y hasta Jorge Luis Borges, quien en un texto clásico había declarado: “Divisa por divisa, me quedo con la de mi país y prefiero un abierto montonero de la filología como Vicente Rossi a un virrey clandestino como lo fue D. Ricardo Monner Sans” ([1928] 1997: 373).
3. Motivaciones genéricas
“Las cosas machos y hembras”, el segundo de los textos inéditos que aquí presentamos, fue escrito en 1923: la datación en este caso es más precisa porque el texto indica hacia el final “La Plata, octubre 2 de 1923”. La fecha coincide con las clases que Américo Castro dicta en la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata, cargo que ejerce en simultáneo a su actividad como director del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires durante 1923.6
El artículo comienza recogiendo un comentario crítico que Castro habría realizado en relación con las ideas gramaticales de Costa Álvarez, y en particular con su convicción de que la gramática está al menos parcialmente motivada. Si la polémica es para Costa Álvarez el motor de la argumentación lingüística, lo particular en este caso es que, de ser cierta la referencia, la discusión habría sido inaugurada por Castro, quien sin embargo nunca responde públicamente a los ataques que Costa Álvarez realiza a su gestión. Castro, según Costa Álvarez, habría puesto en duda la motivación de la categoría gramatical de género, y ejemplificado con los sustantivos “brazo” y “mano”, cuyo género gramatical no parece obedecer a ninguna clase de motivación:
Sólo anoche supe que mi distinguido amigo Américo Castro, en el curso de una de sus recientes conferencias filológicas en nuestra Facultad de Humanidades, tuvo ocasión de aludir a mi teoría de que en el uso de los elementos del lenguaje hay una lógica que conviene descubrir a fin de fundar en ella la Gramática; y dijo que no creía posible tal empresa porque, con respecto a los accidentes gramaticales por ejemplo, no veía qué lógica, qué razón natural, podía haber dado a brazo el género masculino y a mano el femenino.
Para responder a ese comentario crítico, Costa Álvarez da inicio a un largo ejercicio de burla, en el que imita lo que para él sería una variedad ultracastellana, un recurso que también aparece en el primero de los textos que presentamos; invoca luego en su apoyo la posición de Miguel de Toro y Gómez, para quien estarían motivadas en razones climatológicas las diferencias fonológicas o fonéticas que se observan entre lenguas; y, finalmente, desarrolla una singular teoría para defender la tesis de la motivación sexual de la categoría gramatical de género. Para ello, se sitúa en primer lugar en un momento que podríamos denominar prelingüístico, en el que el ser humano habría comenzado a intervenir sobre la materia en función de una lógica sexuada, esta es “el símbolo de la creación que representan la verga y la vulva en el reino animal, el androceo y el gineceo en el vegetal”, y que en virtud de ese esquema verga-vulva habría creado pares de objetos que lo reproducían analógicamente, tales como “el clavo y la argolla”, “el paraguas y la funda”, etc.:
Cuando empezó a fabricar sus adminículos, el hombre copió las formas de la naturaleza, y no tuvo al efecto ni escrúpulos de monja ni mojigaterías de beata: en la mayor parte de esos objetos llegó a reproducir, no a la naturaleza en su acepción general, sino a la naturaleza en la décima acepción del diccionario académico. Inventó lo saliente y lo entrante, esto es, el clavo y la argolla, el punzón y la criba arandela, el cuchillo y la vaina, el paraguas y la funda, el cigarro y la boquilla, y un sinnúmero de objetos de ambos órdenes, multiplicando al infinito el ingenioso mecanismo providencial, la estupenda síntesis integral, el símbolo de la Creación que representan la verga y la vulva en el reino animal, el androceo y el gineceo en el vegetal, esto es en ambos reinos, el animal y el vegetal, son el eje y el buje sobre el cual gira la rueda de la vida orgánica terrena.
El proceso se mantiene con otra creación humana, la del lenguaje; allí el ser humano habría aplicado, por extensión, el mismo criterio analógico, de modo tal de replicar en el universo lingüístico el mismo criterio que antes había establecido para las cosas: “Muy natural fue luego que el hombre, en su vanidad ínsita y perpetua, aprovechara el lenguaje para dar realce a sus viles remedos analógicos, y por eso vemos que agregó al sexo formal de las cosas el sexo gramatical corroborante”.
De acuerdo con la explicación de Costa Álvarez, cada nueva invención humana supondría una determinación del tipo de propiedades o rasgos que a esa invención pueden atribuirse, para proceder después a asignarle al nombre el género correspondiente. Las representaciones en que se funda esa determinación, advierte Costa Álvarez en un razonamiento que no puede presumirse irónico, son socialmente variables, y así lo explica en relación con la determinación del género gramatical de la palabra puente:
Cuando [los españoles] construyeron el primer puente, y hubo que decidir qué género gramatical se le daba, la decisión fue unánime. Visto que esa construcción era de naturaleza súcuba, destinada como estaba a que los hombres pasasen por encima de ella, o se recreasen encima de ella, puente tenía que ser del género femenino. Con el andar del tiempo se vio que en esta asimilación se había obrado con ligereza, porque la función pasiva no era privilegio exclusivo de la mujer, aparte de que muchas de ellas rechazaban decididamente tal función; y por tanto se resolvió que, de acuerdo con la realidad, puente debía ser indistintamente masculino o femenino. Hasta que triunfó la causa de la emancipación de la mujer; entonces se vio que era impropio que puente siguiera siendo femenino, y se resolvió que en adelante su género sería siempre el masculino.
Notablemente, Costa Álvarez extiende el razonamiento y sostiene también a continuación que la lógica de los sexos se vincula también con los diferentes usos que hombres y mujeres hacen del lenguaje y que se vinculan con todos los niveles lingüísticos (fonología, analogía, léxico y sintaxis); así, declara, con relación a la mujer:
[…] la mujer es, en cuanto a fonología, más locuaz que el hombre y más clara en su dicción, como que tiene la lengua más suelta y las cuerdas vocales más afinadas; en cuanto a morfología, es resueltamente contraria a las derivaciones y composiciones doctas realiza todas sus combinaciones por analogía, y cuando no puede fundarlas en la semejanza, las funda en la diferencia; en cuanto a lexicología, la mujer ofrece la particularidad de tener dos vocabularios, el público y el privado, el social y el doméstico, y este último, que sólo aplica al marido, a las hijas y nunca a las criadas, es de tan vigorosa naturaleza que tumba de espaldas al extraño que por accidente llega a oírlo; en cuanto a sintaxis, muestra invencible repugnancia a la inversión, y prefiere el orden directo, aunque reconoce que el otro tiene su gran ventaja.
Como decíamos, si bien el tono humorístico y burlón informa estos textos de Costa Álvarez, no parece sin embargo que la argumentación pueda ser interpretada como una ironía. De hecho, hacia el final de su trabajo, y después de haber ofrecido sus principales argumentos, Costa Álvarez aborda la pregunta de si, finalmente, puede sostenerse que hay una lógica que rige las categorías gramaticales. Y, moderando el alcance de su planteo, sostiene que “Como todavía no soy filólogo andaluz [se refiere a Americo Castro], no me atrevo a hacer afirmaciones rotundas al respecto. No digo que sí ni que no; digo solamente que la cuestión invita a serias meditaciones, y debería ser objeto de profundas investigaciones”.
Esta restricción contrasta, sin embargo, con el párrafo tachado con el que Costa Álvarez daba fin a la primera versión de su escrito; allí vuelve sobre la crítica de Castro, referida a la imposibilidad de encontrar una motivación al género gramatical de los sustantivos brazo y mano, y ofrece una nueva y delirante evidencia:
Mi distinguido amigo dice que no ve la lógica en el género de brazo y mano. Lo invito a que, encerrándose donde no lo vean, extienda el brazo derecho en posición horizontal, con la faz palmar hacia arriba, y se dé con la mano del otro una fuerte palmada en el bíceps; advertirá que, como si obrara un resorte, el brazo se dobla repentinamente sobre el antebrazo, se yergue rígido en demanda de algo. En esto está tal vez la lógica de que brazo sea masculino. Luego, si tiende su mano con la palma a un lado, y hace que el pulgar se estire hasta que su yema toque la del índice, advertirá que entre ambos dedos se forma una abertura flexible, también en demanda de algo. En esto está tal vez la lógica de que mano sea femenino.
4. Conclusiones
“La filología española o un cultivo que ‘se va en vicio’” (1922?) establece, como hemos mostrado, una mirada moderna respecto de ese campo científico que para los estudios lingüísticos surge en la Argentina a comienzos de la década del veinte del siglo pasado. Así, en ese texto inédito Costa Álvarez polemiza con el modelo filológico menendezpidaliano, que en el plano local encarnará poco más tarde Américo Castro, poniendo en el centro de la discusión lo que percibe con claridad como una dimensión ideológica de las disciplinas científicas y de las que tienen por objeto al lenguaje en particular. Al señalar lo que percibe como un carácter hegemónico y colonialista de la ciencia española, Costa Álvarez no solo busca impugnar una representación políticamente neutral y desterritorializada de la ciencia tal como la que defenderán Rojas y Castro al inaugurar el Instituto de Filología en 1923 (Toscano y García 2009), sino defender la necesidad de avanzar en un programa de investigación lingüística que atienda a las especificidades de la realidad argentina. En este sentido, como lo hará sistemáticamente en sus textos hasta 1929, en este texto iniciático Costa Álvarez diseña, defiende y opone al español un programa sincrónico, centrado en el estudio de las variedades locales y fuertemente orientado al diseño de intervenciones en el ámbito escolar; esto es, un programa próximo al que había establecido Rojas hasta 1922. Hemos observado, finalmente, que parte de esa novedad consiste en que en auxilio de sus críticas a Menéndez Pidal, Costa Álvarez invoca lo que puede reconocerse con claridad como una epistemología de naturaleza saussureana, que le permite a la vez rechazar por vetusto el modelo filológico español y proponer en cambio uno en el que resuena el esquema propuesto contemporáneamente por de Saussure.
A la vez, hemos mostrado cómo, en “Las cosas machos y hembras” (1923), ese camino autodidacta, solitario y periférico que Costa Álvarez realiza muestra algunas de sus limitaciones cuando se aplica, como en este caso por ejemplo, a la discusión gramatical: si la teoría saussureana le permitía a Costa Álvarez en el primero de los textos fundamentar una epistemología que delimitaba con moderna precisión un objeto de estudio para la investigación lingüística, este texto desanda ese camino y resulta una serie de observaciones impresionistas que abrevan menos en la gramática que en el vasto universo de las humanidades. Si bien es cierto que se trata de un texto inédito, y que otros publicados de Costa Álvarez muestran un pensamiento gramatical desarrollado, coherente e innovador (García Folgado y Toscano y García 2011), queremos señalar que esa desproporción teórica que registramos entre ambos puede constituir, en sí misma, evidencia del proceso de conformación de un campo científico que estaba a punto de comenzar.
Notas
Referencias
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Di Tullio, Á. 2003. Políticas lingüísticas e inmigración. El caso argentino. Buenos Aires: EUDEBA.
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García Folgado, M. J. & G. Toscano y García. 2011. “Arturo Costa Álvarez y la gramática en la Argentina”. Comunicación presentada en el XVI Congreso Internacional de la Asociación de Lingüística y Filología de América Latina. Proyecto “Historiografía lingüística”, coordinado por Cristina Altman. Universidad de Alcalá, 6 al 9 de junio de 2011.
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Apéndice
La filología española o un cultivo que “se va en vicio” (1922?)
Vuelvo de una excursión al campo donde trabajan los filólogos del castellano. Cuatro o cinco semanas he pasado leyendo las lucubraciones que registran los últimos tres años de la Revista de la Filología Española, publicación madrileña que resume en sus páginas de información y de crítica doctrinaria y sectarista, los esfuerzos más notables que realizan esos investigadores, diseminados en ambos mundos, especialmente en Alemania, en Austria, en Italia, en España, en Portugal, en Francia, en Inglaterra, en Estados Unidos y en uno que otro punto de la América castellana.
Días enteros, pues, he pasado viendo cómo estos investigadores, que se llaman a sí mismo filólogos, no hacen filología: no estudian los caracteres y las costumbres de la antigüedad, a la luz de sus monumentos artísticos y literarios, estudian exclusivamente los orígenes de la lengua castellana. Y a esta restricción considerable se agrega otra: no estudian nuestra lengua en sus aplicaciones, esto es, como medio de expresión de ideas, sino en sus elementos externos, y con especial deleite en las estratificaciones fósiles de su formación histórica. Si algo está lejos del propósito de estos filólogos, ese algo es investigar los caracteres y las costumbres de los pueblos de habla castellana, a la luz de las ideas que expresan sus reliquias literarias. De modo que el término filología, aplicado a un estudio que no es ése, ni parte de ése, choca con el significado que ese término tiene en todas las lenguas, el castellano inclusive antes de ahora; como lo favorecía cierto prestigio antiguo, ha sido adoptado para denotar algo que, propiamente hablando, ha debido llamarse de otro modo. Dado que la base de estos estudios no es el análisis de la lengua en función, ni siquiera de la palabra en la evolución de un significado, sino la letra misma, como elemento indivisible del sonido articulado, el filólogo de nuevo cuño debió llamarse sencillamente “gramatista”, si creía conveniente que no se le confundiera con los gramáticos, que estudian la lengua misma a los efectos de enseñar su mejor manejo.
Menéndez Pidal, sumo sacerdote de este culto a la lengua muerta, acaba de perpetrar otro atentado semántico, que lleva un punto más lejos el anterior. A una compilación que está haciendo de reliquias escritas del castellano preclásico, ha puesto por título “Documentos lingüísticos de España”. Lingüístico es un término que ha tenido siempre un significado colectivo: se refiere al lenguaje en general y a ninguna lengua en particular. Helo ahora con significado individual, estropeando la necesaria unidad del vocabulario científico en todos los idiomas. Pero lo curioso del caso es que los documentos así denominados no son lingüísticos, ni en esa forzada acepción particular, es decir, no son idiomáticos, privativos de una lengua determinada. Lingüístico o idiomático será el trabajo científico a que puede estar destinada esa compilación; pero los escritos que la forman no son lingüísticos, porque no fueron hechos por lingüistas ni para lingüistas: debieron su origen a las causas nada científicas que en los tiempos remotos hacían obras a la pluma de los tabeliones. Decir “documentos lingüísticos” en este caso es como decir “inscripciones epigráficas”… “manuscritos paleográficos”… “monedas numismáticas”. Estamos en presencia de una tautología bambollera: al nombre de la cosa se le acopla, como característica de su naturaleza, el nombre de la ciencia que se dispone a estudiarla.
Tenemos, pues, que en el campo actual de la ciencia española hay un especialista, el filólogo, que no se define por su denominación: tiene el prestigio de su título, pero no las funciones que éste implica. Forzoso es, pues, describir su ocupación, para saber qué es lo que la individualiza. Esta ocupación resulta de sus sencillas respuestas a estas sencillas preguntas:
En efecto, con los lingüistas, que investigan el origen del lenguaje al estudiar los orígenes de las lenguas, los filólogos españoles están ligados por un vínculo débil; sus buscas en el castellano antiguo y en los dialectos peninsulares alguna ayuda prestan a los que en otros países, sobre todo en Alemania, investigan la lingüística romance que ofrece por su unidad un cuadro de la formación y del desarrollo del lenguaje más claro y más amplio que el de las lenguas teutónicas. De estos estudios comparativos, único medio de llegar al descubrimiento de leyes comunes, índice de las generales o universales, el filólogo español no se ocupa; y cree que compensa suficientemente con la profundidad de sus excavaciones la limitación del campo que ha señalado a sus actividades. Naturalmente, cuanto más enterrado está el fósil tanto mayor es su antigüedad, tanto más singular es su rareza y tanto más elevado es su mérito. El hallazgo de un viedro, de un souruir?, de un nidio, de un vanistorio, los enloquece de júbilo; el afortunado descubridor de esa joya la exhibe poco a poco, en cuatro tiempos, para mostrarla primero por arriba, después por abajo, luego por delante y últimamente por detrás, y sus compañeros de faena hacen, cuatro veces también, sus comentarios al respecto. Terminado este rito, todos entonan juntos un himno de gracias al Creador, y poderosamente estimulados así, vuelven con más ahínco a su afanosa busca en la inagotable mina.
Pero no todo filólogo es minero. Los hay más bien anticuarios que arqueólogos: los que tienen predilección por la glosa de los preclásicos, y van a buscar las rarezas en el altillo de los trabajos desusados, de los trastos arrumbados, de los cachivaches primitivos. Otros son más bien traperos que anticuarios, prefieren trabajar en campo abierto, en los montes y valles, lejos de todo centro de cultura: lo rústico los fascina, el alma del troglodita se trasluce en ellos; éstos consagran sus vigilias, y también los desvelos del insomnio, a hacer una papeleta por cada variante que sufre un vocablo al pasar por labios que forzosamente lo deforman, porque son befos, morros o leporinos. Estos filólogos de la especie dialectal odian de muerte al gramático; lo consideran un insoportable aguafiestas, atribuyéndole una influencia que desgraciadamente no tiene. Suponen que, si la prédica gramatical consiguiese elevar la cultura del pueblo bajo, refinar la pronunciación, normalizar las flexiones, enderezar la construcción, la lengua vulgar desaparecería, y la filología dialectal perdería su precioso campo actual de observaciones. La especulación científica en tal campo, basada justamente en la caza a la anomalía, habría perdido su razón de ser. De modo que está en el interés del filólogo español que la incultura del lenguaje se mantenga… en todos los órdenes de la actividad humana hay gente que vive de lo irregular. Por suerte, la cordura general se sobrepone al interés de los sabios de esta especie, y la acción de ellos no estorba el progreso normal de la lengua culta.
Da algún interés a la Revista de la Filología Española todo lo que hay en ella que no es obra de gramatista: trabajos de crítica literaria principalmente, y algo también, muy poco, de epigrafía, paleografía y glosografía. En mi juicio despectivo de la Filología española de estos tiempos, que es el estudio de nuestra lengua reducido a la busca y al análisis de la minucia, y a la catalogación empírica de los hechos observados, no incluyo aquellos trabajos que son de ciencia germinal, valiosos auxiliares de la interpretación de los documentos antiguos. Pero, repito, el material que predomina en la dicha revista es el que suministran los rastreos fonéticos o léxicos en el castellano antiguo, con una que otra excursión fortuita al campo de los dialectos peninsulares, trabajos que tienen por único fin agregar más tarjetas al fichero.
Días y días he pasado, pues, tratando de comprender que beneficio espiritual puede significar para el linaje castellano esta pasión por la minucia que manifiestan los filólogos españoles. Habría que cerrar los ojos para no ver en tal ocupación una de tantas formas de la manía coleccionista, denunciada a voz en cuello por los monumentales ficheros en que se resume toda su ciencia. Supongamos, sin embargo, que esta documentación formidable tiene por objeto revelar algún día la naturaleza íntima de las cosas cuyas formas externas representan. Supongamos que alguna vez se clasificarán sus características principales, y que con el andar del tiempo sabremos al fin por qué ley fisiológica o psicológica se explica “la evolución de la c latina delante de la e e i en la Península Ibérica”. Supongamos, en fin, que al cabo de los siglos se habrá reconstituido en todas sus partes la gramática y el léxico completos del latín popular de la España anteislámica, y por este medio y otros concurrentes podrá llegarse a la reconstrucción científica de una hipotética lengua madre universal. Da fundamento a esta esperanza el hecho de que los libros de estos filólogos toman cada vez más el aspecto del texto matemático, cuajadas como están sus líneas de números, y de asteriscos, y de antilambdas y de dobles guiones, porque todo es en ellos ecuaciones, y derivaciones directas, y derivaciones inversas, y orígenes conjeturales, y correlaciones.
Seamos generosos: demos por restablecida ya esa incógnita lengua latinohispánica. Hela ahí, adquisición magnífica, instalada ya en el Museo de la Lengua: es el diplococo monstruoso que, armado junto a la entrada, guarda como el Cerbero, los detritus orgánicos del lenguaje que componen los tesoros del recinto. Entretanto, afuera, la Lengua Viva andará suelta, prestando sus servicios como pueda, y la contemplación de sus antepasados fósiles no la hará mejor ni peor de lo que sea.
Salgamos del Museo castellano a respirar al aire libre para evitar la asfixia. Estiremos los miembros entorpecidos por la actitud contemplativa; dejemos andar por horizontes amplios la vista fatigada por el examen microscópico.
¿Qué vemos en nuestra América, en la inmensa extensión castellana de este continente, de esta tierra que se ofrece a Europa como lenitivo de su penuria, sino una incultura general profundamente arraigada en el analfabetismo?
¿Qué impresión penosa, que no podemos precisar, ha hecho en nuestro ánimo esta visita al Museo castellano? ¿Por qué suspiramos doloridos? Que la española gente aplique su actividad intelectual a tal empresa, es algo que a nosotros no nos toca deplorar; no tenemos nosotros la culpa de que España se haya connaturalizado con la lepra del analfabetismo, y mientras con una mano se la rasca, con la otra trata de olvidarla removiendo las cenizas del pasado para despertar los recuerdos de sus perdidas glorias. Que los angloamericanos concurran con gran dispendio editorial a esta obra de resurrección, eso es algo que tampoco nos duele; nada tenemos nosotros que ver con el espíritu utilitarista de los yanquis, que el siglo pasado no vacilaron en estimular el estudio de las lenguas autóctonas de su territorio para demostrar con argumentos científicos la imposibilidad de la unidad primitiva de las lenguas, y por tanto de las razas (sic, aunque parezca mentira), a fin de justificar así el régimen de la pura esclavitud y la política del exterminio para el indio. Dado este antecedente sería tonto no ver en su estudio actual del castellano un fin no menos práctico muy evidente ya por las mutilaciones que ha sufrido Méjico, y por las exacciones que ha soportado Cuba y que Puerto Rico y la República Dominicana están aguantando.
¿Cuál es, pues, la causa de nuestra pena? ¡Ah, es ésta! Haber visto que hay americanos de habla castellana que, alucinados por la gloriola de la Filología española, están aplicando a esa tarea ociosa en tiempo y en inteligencia.
Es natural que en Europa, una civilización ya gastada, gente cansada y empobrecida, obligada a librar una lucha inmensa para que se la deje vivir al día, sin más programa de acción que asegurar el pan cotidiano, no tenga más remedio, para satisfacer su natural anhelo de ideales, que volver la vista atrás y consolarse de su indigencia actual con la recordación de las pasadas grandezas. En España, la Filología no es sino una forma de ese culto idólatra al pasado. No es esta la situación de los americanos, a quienes una naturaleza generosa asegura el pan cotidiano, cuya historia apenas ha empezado, y que por tanto están obligados a tratar de que se desarrolle dignamente, para lo cual es menester que apliquen todas sus fuerzas a la preparación del porvenir.
En el material acumulado en la Revista de la Filología Española sólo una vez he visto brillar una manifestación de pensamiento superior, sólo una vez he oído una cita que invita a abandonar la vana tarea de analizar sin objeto, y a emprender la tarea de síntesis, único fin que puede hacer perdonable la manía ficherista. Es un americano, Pedro Henríquez Ureña, quien se ha animado a tanto, después de haber tomado la precaución de dar a su escrito la característica filológica (la indispensable referencia a la obra de los demás filólogos en cada punto que se trata, lo que importa una llamada al pie de la página en cada tres líneas del texto), característica necesaria para la publicación de cualquier trabajo en el órgano de la Filología española, según resulta de sus propias páginas. Este escrito proclama (¿es así?) la necesidad de que el filólogo se aplique a sacar fruto de la monstruosa compilación de fenómenos ya descubiertos, analizados y catalogados; y como es más que un teórico, pasa inmediatamente a demostrar lo practicable de tal trabajo. Después de dividir la América castellana en cinco zonas, enumera las particularidades salientes de la fonética de nuestra lengua en cada una de ellas, y complementa el cuadro con una exposición de la geografía americana del voseo.8
Por incompleto que sea este trabajo, es digno del mayor aplauso porque marca el primer esfuerzo que se hace para que de las investigaciones filológicas del castellano salga alguna enseñanza. Ofrece con él a los americanos, únicos capaces de sustraerse al culto al pasado, la pauta por la que deben regir sus estudios de ese orden. Esta pauta no es la española, que responde a la obtención de un fin hipotético por métodos cristalizados en el procedimiento analítico, vicio ingénito que debe a la escuela alemana. El americano debe perseguir en tales estudios un propósito de enseñanza general, y para él el análisis debe ser sólo un medio de clasificar los hechos por sus características, y de construir al fin la entidad orgánica correspondiente.
Y la manera de prepararse para esto no es imitar la acción de los filólogos españoles, sino estudiar el método de investigación de la Lingüística, y conocer los principios necesarios de la epigrafía, de la paleografía y de la diplomática para la interpretación, y de la psicología y de la lógica para la explicación. Y nada de esto se concentra en ninguna de las gramáticas históricas (dicho ya) que han publicado hasta hoy, como texto de enseñanza, los filólogos españoles. A Dios gracias, están en las otras lenguas los textos convenientes.
Las cosas machos y hembras (1923)
Sólo anoche supe que mi distinguido amigo Américo Castro, en el curso de una de sus recientes conferencias filológicas en nuestra Facultad de Humanidades, tuvo ocasión de aludir a mi teoría de que en el uso de los elementos del lenguaje hay una lógica que conviene descubrir a fin de fundar en ella la Gramática; y dijo que no creía posible tal empresa porque, con respecto a los accidentes gramaticales por ejemplo, no veía qué lógica, qué razón natural, podía haber dado a brazo el género masculino y a mano el femenino.
¡Oh! ¡cómo! ¡qué! … ¡Vive Dios! ¿quién ha osado afirmar que en los accidentes gramaticales hay lógica? ¿dónde está el malandrín o majagranzas que al decir eso ha insultado al buen sentido de mi distinguido amigo? ¡Conmigo tendrá que habérselas el menguado y mentecato! ¡Ea! ¡digo que todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay, en el mundo todo, verdad más grande que la falta de lógica de los accidentes gramaticales! ¡y donde no, conmigo sois todos en batalla, follones, mandrias, eunucos! ¡Que juro de hacer en vosotros tamaña expiación cuamaña es vuestra culpa; y reduciros a que, los que de vosotros quedéis vivos por milagro, habéis de ir uno en uno a prosternaros ante mi distinguido amigo, para protestar que nunca salió de mortales labios verdad más grande que la que él declara, y no ha nacido aún hijo de madre que pueda sostener cosa contraria!
Rodarán cabezas, volarán brazos y piernas, el aire se llenará de ayes, y la tierra de sangre; después iré a poner ante los ojos de mi distinguido amigo mi folleto sobre la materia, y lo invitaré a leer otra vez estas líneas con que termina la introducción del mismo: “Nuestro objeto es exponer los principios en que se fundan los diversos oficios de las partes de la oración, las diferentes categorías y clases que estas partes comprenden, a fin de establecer la lógica de la elección y colocación ordenación de ellas en la frase, desde el punto de vista gramatical solamente”.
¡Vive Dios, otra vez! ¡dónde está el desleal, traidor y fementido que me ha atribuído lo que no he dicho! ¡Juro de hacer con él un escarmiento!
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¿Se habrá querido burlar de mí, mi distinguido amigo? ¡Vaya usted a saberlo! A Américo Castro no se le conoce nunca en los ojos cuando se ríe por dentro. Sus ojos siempre risueños, ante los cuales la mujer suspira y el hombre tiembla, previendo la inevitable burla; ojos tan risueños cuando su dueño analiza las fricativas y las africadas, o explica las protónicas y las postónicas, como cuando nos propone una charada andaluza, o nos cuenta el sucedido que culmina en: “Muchas gracias, señora; acabo de hacerlo contra el poste de la esquina”. Imposible es saber a qué atenerse, si a la expresión o a la intención, cuando se trata de un hijo de la tierra de María Santísima, espíritu encarnado de la chanza, maestro sumo en el arte de tomar el pelo al prójimo.
Últimamente, otro andaluz me ha dejado también perplejo. Hace unas semanas vinieron a avisarme que en la biblioteca central de nuestra universidad aparecía en el catálogo de literatura un libro que tenía el título del mío, y no era el mío. Fuí a verle, deseoso de conocer al ingenuo autor que había supuesto a “Nuestra lengua” un triunfo capaz de hacer la fortuna de sus homónimos. Sufrí un chasco. Se trataba de una obra anterior a la mía: de un folleto de 18 páginas, impreso en 1918, escrito por aquel simpático catedrático de filología de la universidad bonaerense que se llamó en vida D. Miguel de Toro y Gómez.9 Me puse a leer el opúsculo, y de pronto tuve que recordar que el autor era andaluz. Tropecé con esto: “Así vemos, por ejemplo, que en el francés, el inglés y otras lenguas del norte, donde el clima, poco benigno, no invita a la conversación las vocales se obscurecen, las palabras se reducen a la menor expresión, mientras en el Mediodía, donde el ambiente es más benigno y no hay miedo de abrir la boca, las vocales son sonoras, las consonantes precisas y las palabras rotundas y numerosas”.
¡Señor de Toro y Gómez! ¿se va usted a quedar conmigo? ¡El francés, lengua consonántica! ¡en el norte las vocales se obscurecen! … ¿Y el finés, tan eufónico como el italiano? ¿y las lenguas hiperbóreas, marcadamente vocalizadas? … Miro azorado a Toro y Gómez, y veo que el hombre no se inmuta; me mira a su vez con sus ojos risueños andaluces… Me muerdo los labios.
Sigo leyendo, y pocas líneas más adelante tengo que dar, otra vez, un formidable repullo. El autor dice esto: “Nuestra lengua es la más filosófica de todas, pues es la única que ha sabido descubrir diverso género en el mismo objeto, según su forma, llamando jarro al que, por ser más alto y estrecho, parece representar la forma varonil, y jarra a la que por sus redondeces y otros detalles se acerca más a la forma femenina”.
Esta vez la estupefacción me corta el aliento; no digo nada, no exclamo nada. Miro a Toro y Gómez y veo, otra vez, fijos en mí, sus risueños ojos andaluces…
¡Várgame Dió! ¿En castellano las cosas tienen características sexuales? … ¿Esto es filología? … ¡Hola, hola! Así yo también puedo hacerla; y no sólo comparada, sino también mejorada… Ya estoy sintiendo, como en cierta ocasión Sarmiento, que Sancho me retoza en las entrañas… María Santísima no tuvo hijos en Andalucía solamente; también estuvo en este ex virreinato casi tres siglos… ¡a la obra, pues! Donde las den las toman, y al que le pique que se rasque, y salga el sol por Antequera, y ¡viva la Filología a la andaluza!
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El hombre es un ser imperfecto, hoy todavía. Lo fue en grado superlativo en los primeros tiempos, cuando estaba formando los dialectos, origen de las lenguas. Y de ahí que éstas se caractericen todas por la falta de lógica, el espíritu de contradicción y la indigencia inventiva. Son estos vicios, que toda lengua refleja, lo que hace decir a los filósofos, tomando el rábano por las hojas, que la facultad del lenguaje articulado es lo que distingue al hombre de los demás animales de la Creación. Como queda dicho, en algo más substancial, en los vicios de ese lenguaje, consiste la diferencia. Examinemos de cerca uno de ellos. Pero antes hay que decir esto. Cuando el hombre dejó de ser mono y quiso acomodarse en el mundo como animal supremo, empezó a armarse de todos los útiles que le ahorraran trabajo, porque comprendió que sólo la ociosidad podía distinguirlo de las pobres bestias; y para fabricar tales armas se puso a copiar a la naturaleza, sin crear nunca nada, aunque siempre dio el nombre de invención a sus remedos. Ya sé que la rueda no está en la naturaleza; pero sostengo que, como el hombre es incapaz de crear, la presencia de la rueda en nuestro mundo debe explicarse necesariamente por revelación divina. Por otra parte, si la Providencia no nos dio la rueda, nos dio el eje y el buje, maravillosa combinación mecánica sobre la cual gira la rueda de toda la vida orgánica terrena, como se verá más adelante.
Ahora bien: como he dicho y repito que, ante la imposibilidad de crear, el hombre imita, tengo que probar este apotegma, al menos en cuanto se refiere a la Filología. He aquí la demostración. Cuando empezó a fabricar sus adminículos, el hombre copió las formas de la naturaleza, y no tuvo al efecto ni escrúpulos de monja ni mojigaterías de beata: en la mayor parte de esos objetos llegó a reproducir, no a la naturaleza en su acepción general, sino a la naturaleza en la décima acepción del diccionario académico. Inventó lo saliente y lo entrante, esto es, el clavo y la argolla, el punzón y la criba arandela, el cuchillo y la vaina, el paraguas y la funda, el cigarro y la boquilla, y un sinnúmero de objetos de ambos órdenes, multiplicando al infinito el ingenioso mecanismo providencial, la estupenda síntesis integral, el símbolo de la Creación que representan la verga y la vulva en el reino animal, el androceo y el gineceo en el vegetal, esto es en ambos reinos, el animal y el vegetal, son el eje y el buje sobre el cual gira la rueda de la vida orgánica terrena.
Muy natural fue luego que el hombre, en su vanidad ínsita y perpetua, aprovechara el lenguaje para dar realce a sus viles remedos analógicos, y por eso vemos que agregó al sexo formal de las cosas el sexo gramatical corroborante. Pero hay que reconocer que el castellano viejo hizo esto con más discreción que el anglonormando: no dijo crudamente “tornillo macho” y “tornillo hembra”; evitando la mención directa recurrió a la alusión velada, inventó los géneros masculino y femenino, que la Gramática nos obliga a aplicar a las cosas, por asexuales que sean. En toda Europa, los únicos pudibundos fueron los húngaros, en cuya lengua no hay géneros para nada, y sólo lo que tiene sexo natural tiene sexo gramatical. Esto ha ahorrado a esa gente seria muchos dolores de cabeza.
En cambio, para los españoles, gente chancera por definición, eso ha sido siempre causa de gran chacota. Cuando construyeron el primer puente, y hubo que decidir qué género gramatical se le daba, la decisión fue unánime. Visto que esa construcción era de naturaleza súcuba, destinada como estaba a que los hombres pasasen por encima de ella, o se recreasen encima de ella, puente tenía que ser del género femenino. Con el andar del tiempo se vio que en esta asimilación se había obrado con ligereza, porque la función pasiva no era privilegio exclusivo de la mujer, aparte de que muchas de ellas rechazaban decididamente tal función; y por tanto se resolvió que, de acuerdo con la realidad, puente debía ser indistintamente masculino o femenino. Hasta que triunfó la causa de la emancipación de la mujer; entonces se vio que era impropio que puente siguiera siendo femenino, y se resolvió que en adelante su género sería siempre el masculino.
El mismo error se cometió en esos tiempos de ignorancia con mar, elemento considerado entonces capaz de recibir, barco por ejemplo, y no de dar, [ilegible] por ejemplo; con calor, estado de excitación que se suponía connatural en la mujer; con color, señuelo incitante que se creía privativo del tocador del bello sexo; con cutis, delicadeza que el hombre afeminado ha hecho también suya; y con lente, porque la industria hialotécnica da ahora a ese instrumento de óptica toda clase de formas, aunque predomina el óvalo analógico primitivo. Por suerte, de tales injusticias gramaticales contra la mujer no queda ya sino el rastro histórico, y hoy todo eso es masculino. Pero todavía no se columbra el término de esta jarana. Actualmente, gracias a sus gramáticos y lexicógrafos, los españoles viven sin saber qué sexo deben atribuir de su castellano a análisis, arte, azúcar, dote, fin, herpe, margen, prez, pringue, tilde, tizne y trípode. En el castellano de América este pleito no existe: dote, herpe y prez son siempre femeninos, y todos los demás masculinos, a menos que se trate de locuciones fijas: bellas artes, por ejemplo. Propongo que los españoles hagan entre ellos un plebiscito al respecto, y que sea consultivo, no decisorio, para que siga el jaleo. Su lengua El castellano es la única lengua del mundo que ofrece esta pamplina a la consideración de los lingüistas estudiosos, y costará trabajo que los españoles renuncien a tanta gloria sería una lástima perderla.
Las diferencias que la ciencia observa entre el hombre y la mujer no son puramente anatómicas y fisiológicas. Pacientes investigaciones han puesto al fin en claro que hay también entre ambos sexos muy fuertes contrastes psicológicos. He aquí algunos de ellos, que se relacionan con la Filología: la mujer es, en cuanto a fonología, más locuaz que el hombre y más clara en su dicción, como que tiene la lengua más suelta y las cuerdas vocales más afinadas; en cuanto a morfología, es resueltamente contraria a las derivaciones y composiciones doctas realiza todas sus combinaciones por analogía, y cuando no puede fundarlas en la semejanza, las funda en la diferencia; en cuanto a lexicología, la mujer ofrece la particularidad de tener dos vocabularios, el público y el privado, el social y el doméstico, y este último, que sólo aplica al marido, a las hijas y nunca a las criadas, es de tan vigorosa naturaleza que tumba de espaldas al extraño que por accidente llega a oírlo; en cuanto a sintaxis, muestra invencible repugnancia a la inversión, y prefiere el orden directo, aunque reconoce que el otro tiene su gran ventaja. No sería aventurado deducir de todo esto que, también filológicamente considerada, la mujer no es como el hombre. Citaré una de tantas manifestaciones prácticas inequívocas de esta diferencia. El hombre, como ya hemos visto, adapta la forma de sus herramientas al modelo providencial del eje y el buje, y al darles nombre se contenta con atribuirles el género gramatical que corresponda, no ve la necesidad de repetir crudamente los términos diferenciales de la síntesis integral sublime; construye el tornillo y la tuerca, y para denominarlos expresa el género con la flexión desinencial, no aglutina a esos nombres, las raíces indicadoras del sexo respectivo. En resumen, prefiere insinuar a declarar este detalle. En cambio, la mujer da a sus útiles de trabajo tanto la forma sexual como el nombre de tal forma, y para distinguir las dos clases de corchetes o broches, por ejemplo, los llama “machos” o “hembras”, sin que esto le acelere las pulsaciones, ni le precipite la sangre en las mejillas, ni le haga bajar los ojos.
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Ante estos hechos la duda filosófica se impone; el espíritu entra en cuidado, recelando que una evidencia insospechada surja de pronto ante él, de las entrañas de la realidad, para ridiculizarlo. Sería prudente, pues, que vaciláramos en nuestras convicciones tradicionales. ¡Quién sabe! Bien pudiera ser que la lógica tuviese algo que ver con los accidentes gramaticales. Como todavía no soy filólogo andaluz, no me atrevo a hacer afirmaciones rotundas al respecto. No digo que sí ni que no; digo solamente que la cuestión invita a serias meditaciones, y debería ser objeto de profundas investigaciones.
Y ahora, que me miren en los ojos todos los andaluces del mundo.
Mi distinguido amigo dice que no ve la lógica en el género de brazo y mano. Lo invito a que, encerrándose donde no lo vean, extienda el brazo derecho en posición horizontal, con la faz palmar hacia arriba, y se dé con la mano del otro una fuerte palmada en el bíceps; advertirá que, como si obrara un resorte, el brazo se dobla repentinamente sobre el antebrazo, se yergue rígido en demanda de algo. En esto está tal vez la lógica de que brazo sea masculino. Luego, si tiende su mano con la palma a un lado, y hace que el pulgar se estire hasta que su yema toque la del índice, advertirá que entre ambos dedos se forma una abertura flexible, también en demanda de algo. En esto está tal vez la lógica de que mano sea femenino.
La Plata, octubre 2 de 1923
Todos en el mundo
somos gitanos;
los unos a los otros
nos la pegamos.
Y así, con la risa en los ojos y la burla en los labios, pongo el punto final a este ensayo de filología a la andaluza.