RASAL
LINGÜÍSTICA
2025(2): Versión digital
Recibido: 07.08.2024 | Aceptado: 21.02.2025
Resumen
La Revista Arjentina (1868-1872) reunió intervenciones críticas de diferentes profesionales del ámbito de las humanidades; en 1870, el sexto número de esta publicación incluyó un discurso de Aurelio Prado (1866), quien al hablar sobre los primeros pobladores de América manifestó su desconfianza respecto de los aportes que la filología podía efectuar al asunto. Dicha declaración desencadenó la reacción de otros dos intelectuales, cuyos pronunciamientos en entregas posteriores de la revista abrieron el juego de las disidencias.
El presente trabajo busca analizar el rol atribuido a la filología en el debate entablado por David Lewis (1870a, 1870b, 1870c, 1871) y Juan Mariano Larsen (1870a, 1870b, 1870c, 1870d). Según observamos, mientras Larsen ubicaba a la ciencia del lenguaje como una disciplina auxiliar y subsidiaria en el vasto terreno de la etnología (compuesta también por otros cuatro “géneros” de mayor peso), Lewis atribuía a la filología un lugar de privilegio en el área, concibiéndola como la condición de posibilidad para el estudio de los monumentos, las artes, las costumbres y demás elementos legados por la cultura de los pueblos antiguos.
palabras clave: filología; siglo XIX; Argentina; Prado; Larsen; Lewis.
Abstract
Revista Arjentina (1868-1872) gathered critical contributions from various professionals in the humanities. In 1870, the sixth issue of this journal included a speech by Aurelio Prado (1866) who, when discussing the first inhabitants of America, expressed his distrust regarding the contributions that philology could make to the matter. This assertion provoked responses from two other intellectuals, whose interventions in subsequent issues of the journal gave rise to a series of dissenting views.
This article focuses on the role attributed to philology in the debate initiated by David Lewis (1870a, 1870b, 1870c, 1871) and Juan Mariano Larsen (1870a, 1870b, 1870c, 1870d). As we suggest, while Larsen situated the science of language as an auxiliary and subordinate discipline within the broad domain of ethnology —also comprising four other, more prominent “genres”—, Lewis assigned philology a privileged position in the field, considering it the foundational condition for the study of monuments, the arts, customs, and other elements inherited from the cultures of ancient peoples.
keywords: philology; 19th century; Argentina; Prado; Larsen; Lewis.
En la escena intelectual argentina de la segunda mitad del siglo XIX, anticuarios, eruditos, coleccionistas, bibliófilos (con frecuencia autodidactas, solo en ocasiones formados académicamente) concibieron dos objetos de investigación predilectos: el estudio del origen del hombre americano y el estudio de las lenguas indígenas americanas. Los trabajos de Francisco Moreno (1878) y Florentino Ameghino (1880-1881), por ejemplo, indagaron sobre las herramientas, los utensilios y los fósiles humanos con el fin de arribar a algún tipo de conclusiones respecto del origen o la procedencia de los habitantes de América previos a la llegada de Cristóbal Colón, pero lo hicieron sin referencia al estudio de las lenguas “autóctonas” del continente. Por el contrario, los trabajos de Juan María Gutiérrez (1871) y Matías Calandrelli (1896), por ejemplo, avanzaron sobre la clasificación de las lenguas indígenas americanas, comparándolas entre sí para reflexionar acerca de los posibles parentescos étnicos entre las diferentes etnias que las hablaban, pero lo hicieron sin relevar analogías o similitudes con lenguas de otras partes del mundo y, por ende, sin ofrecer conjeturas respecto del origen o la procedencia de los habitantes de América antes de 1492. No obstante, hubo intelectuales que efectuaron sus aportes en la intersección de ambos objetos. Las contribuciones de Miguel Ángel Mossi (1858, 1873), Juan Mariano Larsen (1865), Vicente Fidel López (1871) y Bartolomé Mitre (1879, 1894), entre otros, recurrieron a la filología (y al análisis comparativo de las lenguas indígenas, en particular) como documento presuntamente fehaciente de sus respectivas tesis (contrapuestas entre sí) sobre el origen y/o la procedencia del hombre americano.
En líneas generales, este último grupo de intelectuales, en mayor o menor medida, entendió el lenguaje como un “acontecimiento arqueológico” (Foucault, 1966); la disciplina aparecía, según la reformulación de Ennis (2021), como un “ejercicio arqueológico”. Conforme al estado de la filología del siglo XIX, las lenguas —y, específicamente, su morfología— devinieron una realidad de carácter probatorio. El análisis lingüístico-comparativo practicado sobre las palabras (testimonios documentados por la historia) servía para anclar materialmente —esto es, para “dar cuerpo” a— las interpretaciones ensayadas en el terreno de la arqueología. Aunque, según veremos luego, hubo desacuerdos respecto de la naturaleza de la disciplina, filología y arqueología comenzaron a marchar palmo a palmo, puesto que para ciertos autores, señalaba Ennis, “la materialidad de un fonema había llegado a considerarse más contundente que la de un artefacto o monumento” (2018, p. 63). Desde este punto de vista, la ciencia del lenguaje se erigía como un elemento clave en la reconstrucción del pasado y, por tanto, en la carga de significado, legítima o no, que la producción de conocimiento decimonónica atribuía a la historia americana.
El presente trabajo busca analizar el rol atribuido a la filología en un debate que —tras un pronunciamiento inicial de Aurelio Prado (1866)— entablaron David Lewis (1870a, 1870b, 1870c, 1871) y Juan Mariano Larsen (1870a, 1870b, 1870c, 1870d) en sucesivas entregas de la Revista Arjentina (1868-1872); esta publicación —inicialmente fundada y dirigida por José Manuel Estrada y luego por Pedro Goyena— reunió contribuciones críticas de diferentes profesionales del ámbito de las humanidades. A nuestro entender, la breve pero intensa discusión librada por Lewis y Larsen respecto de la naturaleza de la filología del siglo XIX aguardaba lo que aquí intenta ofrecérsele: un análisis detallado y una interpretación crítica (en clave historiográfica) en el decurso de las ideas lingüísticas en la Argentina.
En 1861, con apenas 19 años de edad, el joven Aurelio Prado y Rojas presidió el Liceo Histórico de Buenos Aires, una entidad creada por estudiantes universitarios en la que se leían y trataban cuestiones sobre temas históricos; sus miembros —José A. Terry (secretario), Pedro Goyena, Octavio Bunge, Eduardo Wilde, entre otros— se reunían dos veces al mes y estaban obligados a presentar trabajos de investigación en la materia (Levene, 1944, p. 129; Santillán, 1960, p. 512; Cutolo, 1975, pp. 593-594). Un lustro más tarde, siendo ya estudiante avanzado de abogacía y en camino de doctorarse en jurisprudencia por la Universidad de Buenos Aires, Prado brindó un “Discurso de apertura de las Sesiones del Liceo Histórico” (1866). Ese día presentó los intereses de la corporación; esta, “animada por el deseo de saber”, en un principio se había nucleado con el objeto de “estudiar la historia del mundo”, pero al tiempo del pronunciamiento del presidente del Liceo se proponía indagar sobre “la historia americana” y, especialmente, sobre “la vida de nuestra patria” (1866, p. 129).
Con un fugaz recorrido por el pasado de América, Prado identificó tres momentos vitales de la escena continental posterior a la llegada de Colón. El primero correspondía a un sentimiento de “curiosidad” despertado en los entusiastas coleccionistas: la (nueva) tierra descubierta “apareció frente a los ojos del antiguo mundo con una población numerosa y admirables monumentos”, parangonables con los hallados en “la India y el Egipto” (1866, p. 130). El segundo momento concernía a la emergencia de una deleznable “falange de rapaces conquistadores guiados por su ambición de oro”, entregados a la “sangrienta civilización” del continente descubierto y a la “monótona vida colonial” (1866, p. 130). Finalmente, el tercer momento correspondía a un clamor avivado por el iluminismo de las “repúblicas nacientes”; en el caso de la Argentina, este período tuvo lugar, según Prado, gracias a la participación de “bellísimas figuras” como Mariano Moreno, Juan Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia, quienes lograron emancipar al país “del poder paterno”, que no era el de España, sino el de “sus reyes” (el “verdadero verdugo”) (1866, p. 130-131).
Una vez trazada la cronología por el derrotero post-colombino del continente, Prado avanzó sobre un interrogante que recogía la temática sellada en el subtítulo de su discurso: “¿Quiénes fueron los primeros pobladores de América?” (1866, p. 131). La afirmación que sucedió a su pregunta ya era suficientemente controversial como para estimular objeciones: “La solución de este problema histórico no puede pasar de probabilidades” (1866, p. 131). Sin embargo, al ahondar en su argumentación, Prado proporcionó una serie de declaraciones que generaron un terreno mucho más fértil para las réplicas:
Los autores parecen haberse complacido en sostener las teorías mas opuestas. Noruega, Tartaria, Ejipto, China, Fenicia han sido designadas como cuna de la población americana, fundándose en semejanzas mas ó menos bien halladas, entre las costumbres y la fisonomía. El motivo porque, creo, no satisfacen las ideas expuestas por casi todos los historiadores, es su mismo exclusivismo. Se designa una nación y de ella quiere sacarse, á todo trance, los pobladores de un continente, fundándose en que se asemeja á una tribu, ya en el modo de sepultar los muertos, ya en sus ceremonias relijiosas, ó en cualquier otro detalle que puede ser casual; y sin detenerse en las diferencias que hay entre ese pueblo y las otras naciones de América (1866, pp. 131-132; sic).
Luego, Prado abrió juicio respecto de un libro publicado el año anterior a su pronunciamiento: América Antecolombiana, o sea Noticias sobre algunas interesantes ruinas y sobre los viajes en América anteriores a Colón (1865), de Mariano Larsen, quien explicaba la historia del poblamiento del continente en virtud de una fase “postdiluviana” (correspondiente a las migraciones tártaras por el norte de Asia) y una fase iniciada en el siglo VII d.C. (correspondiente a las navegaciones escandinavas por Islandia y Groenlandia) (Battista, 2021). La embestida directa de Prado contra el trabajo de Larsen fue la siguiente:
«Los primitivos pobladores de América vinieron de todas partes y de todos modos»: este el resultado obtenido por el Dr. Larsen, según dice en su América Anticolombiana (páj. 155) y es á mi modo de ver, una solución bastante acertada, pero demasiado vaga. Creo que se puede indicar algo mas; determinar de un modo mas claro las rutas que siguieron los primeros pobladores (1866, p. 132; sic).
Como contrapunto frente a las ideas del desacreditado Larsen, Prado ofreció su valoración positiva de los aportes de otros dos historiadores, a quienes trató como auténticos profesionales en la materia. Ponderaba, por ejemplo, la labor de Eugène Garay de Monglave, quien consideraba que la llegada del hombre a América se produjo desde África vía el Océano Atlántico, una tesis que, a su criterio, estaba avalada por estudios geológicos que describieron el hallazgo de “corrientes constantes” entre el Ecuador, el trópico de Cáncer, las Bermudas y las Azores (1866, p. 132). Al mismo tiempo, Prado celebraba el aporte de Constantine Samuel Rafinisque, quien “precisó más la cuestión” al sumar a la ruta descrita por el anterior otros dos periplos migratorios de procedencia asiática: uno debido a los “Istacanes” (o bien, istanes, de Asia Central), que viajaron de isla en isla por el Océano Pacífico hasta la península de Alaska, y otro debido a los “Ogusianos” (tribu de origen tártaro), que cruzaron por el Estrecho de Bering (1866, p. 133).
Por último, Prado apuntó contra una tesis que desde 1865 —esto es, también desde el año anterior a su pronunciamiento— López había comenzado a desarrollar y difundir en sucesivas entregas de La Revista de Buenos Aires (1863-1871): una publicación —inspirada en la Revista del Pacífico (1858-1861) y la Revista de Lima (1859-1863)— creada por Vicente Quesada y Miguel Navarro Viola con el objeto de recuperar la originalidad latinoamericana a través de sus expresiones literarias y culturales (Buchbinder, 2012; Arenas-Deleón, 2018). La serie de artículos de López —que finalmente se extendió hasta 1869— sirvió de base para aquello que, en 1871, bajo el sello de una editorial parisina, en lengua francesa —traducción de Gastón Maspero mediante—, fue su libro Las razas arias del Perú (1871a) (Schávelzon, 2004; Ennis, 2016a, 2018; Battista, 2019; Arenas-Deleón, 2021). Sobre la propuesta de López, específicamente, Prado sostenía:
El Dr. D. V. López ha emprendido una serie de estadios filolójicos que deben darle por resultado el orijen de la población peruana. Manifiesta el Dr. López gran confianza en la filolojia; siento no participar de ella, no porque dude de la ciencia filolójica, sino por los medios de que tiene que valerse: la reducción de los idiomas americanos á letras itálicas es casi imposible […] Añadid á esto que la filolojia se presta mucho á la buena voluntad del escritor, que vé muchas veces lo que no existe, preocupado con su teoría, hasta el punto de ser algunas veces necesario recordarle la anécdota del anticuario de las 4 eses (1866, p. 134; sic).
Prado desestimaba la tesis de López respecto de la filiación entre el quichua y las lenguas arias y, por añadidura, su osada postulación de un parentesco étnico entre los Incas y los Pelasgos. Pero sus críticas trascendían la labor del sujeto en cuestión, puesto que el ataque iba contra la disciplina en sí misma. El objetivo del disertante era desenmascarar a toda la filología, denunciando sus limitaciones y la carencia de rigurosidad científica que supuestamente ostentaba.
Si bien aquí nos centramos sobre el juego de las disidencias entablado por los intercambios posteriores de Larsen y Lewis, consideramos oportuno destacar que las ideas expresadas por Prado en su discurso albergaban un perfilamiento epistemológico interesante de su tiempo, profundamente crítico respecto del rol atribuido a la disciplina. Su escepticismo en relación con el trabajo lingüístico-comparativo de sus colegas coincidía con aquel que, tres décadas después, manifestó Mitre, rival directo de López en cuanto al proceso de “elaboración y fijación de la memoria histórica argentina” (Quijada Mauriño, 1992, p. 246). Por ejemplo, hacia fines del siglo XIX, Mitre (1896a, 1896b) comentó y reprobó las ideas portadas por dos obras: la Biblioteca Mexicano Guatemalteca (1871) de Charles Étienne Brasseur de Bourbourg —quien ubicaba a América como cuna de una civilización que, por el camino de Atlántida, había irradiado hacia otros continentes— y El origen turanio de los americanos tupis-caribes y de sus antepasados egipcios (1876) de Francisco Adolfo Varnhagen —quien a partir del estudio del guaraní atribuía un origen remoto y, por añadidura, un desplazamiento de dimensiones extraordinarias a las tribus que dominaron la región sudeste del continente americano— (De Mauro, 2018, 2020, 2022; Battista, 2022a).1 En la línea argumental de Prado, Mitre evaluaba negativamente la labor de aquellos autores que, como López2 o Mossi3, manipulaban datos lingüísticos y los forzaban en pos de la postulación de filiaciones genéticas entre civilizaciones sumamente distantes entre sí; impugnaba, pues, los estudios que encarnaban ese tipo de práctica, a la que encontraba desprovista del rigor científico requerido:
[…] una escuela filológica, semi-científica, semi-fantástica, que por medio de etimologías y analogías que se contradicen entre sí, lo mismo prueba que los americanos son escíticos o turanios, o griegos o chinos, o egipcios o escandinavos, volviendo así a la confusión de las razas y las lenguas de la vieja escuela americanojudía, de que Kingsborough4 fue el último propagador (1896a, p. 38).5
Otros trabajos de amplia circulación en el período que ofrecieron diferentes hipótesis sobre la llegada del hombre al continente basadas en la clasificación lingüística (y que desplegaron entonces el modo de aproximación a la historia americana objetado por Prado y Mitre) fueron la Memoria sobre el sistema gramatical de las naciones indígenas de América del Norte (1838) de Peter Stephen Du Ponceau, los 25 tomos de la Biblioteca lingüística americana (1871-1903) dirigida por Lucien Adam y, finalmente, La raza americana (1891) de Daniel Brinton6 (Farro, 2013). Coincidiendo con la concepción defendida por Lewis (de la que nos ocuparemos más adelante), Brinton otorgaba un lugar de privilegio a la ciencia del lenguaje, valuando los aportes del análisis lingüístico muy por encima de los datos arrojados por los hallazgos de otras disciplinas; específicamente, sostenía:
Los esfuerzos que se han realizado para establecer una clasificación geográfica, política o física, referente a ciertas áreas; o a una craneología, referente a las formas de los cráneos; o a una cultura que considere los estados de salvajismo y civilización, han demostrado que carecen de valor. La única base en la cual la subdivisión de la raza puede asentarse es la lingüística. La similitud de los idiomas prueba la similitud en la descendencia y en el desarrollo psíquico. Naturalmente, que en la historia del mundo, siempre ha habido imposición de una lengua en otra, pero nunca se ha producido sin infiltración de la sangre. Los cambios en las lenguas permanecen como evidencias de intercambios raciales y nacionales. Elijo, por tanto, la clasificación lingüística de la raza americana, como la única de algún valor científico y por ende, la única que merece consideración (1891, pp. 62-63).
Quien intentó replicar en el ámbito argentino (aunque, por supuesto, con matices propios) el tipo de estudios desarrollados por Adam y Brinton (en Francia y en Estados Unidos, respectivamente) fue Samuel Alejandro Lafone Quevedo (Domínguez, 2020a, 2020b). Este, a partir de un “Estudio crítico” (1893) al mencionado libro de Brinton, emprendió la clasificación de las lenguas habladas por los pueblos indígenas que habitaban el territorio de la Argentina, intentando contribuir con la investigación histórica en el extremo sur del continente; contra la opinión de su colega norteamericano, Lafone Quevedo conjeturaba que debía haber más de un origen (y no únicamente el de Europa Occidental) para las tribus americanas y justificaba su hipótesis en las diferencias lingüísticas de afijación.7
Ni Mitre ni, específicamente, Prado —cuyo discurso conllevó el debate entre Lewis y Larsen— congraciaron con las interpretaciones filológicas de las que fueron contemporáneos; sus pronunciamientos anticiparon reflexiones vigentes más de un siglo después: por ejemplo, Vernant (1989), siguiendo a Olender (1989), señaló que el positivismo y el cientificismo decimonónicos impulsaron la confección de “un tejido de fábulas cultas” o relatos que, con un elevado nivel de erudición y meticulosos análisis de datos, atendían a ciertas fantasías del imaginario social; Benítez Burraco & Barceló-Coblijn (2015), por su parte, destacaron que el enigma del origen y el interés por postular la existencia de una lengua primigenia sirvieron de estímulo a la formulación de innumerables teorías (o hipótesis) explicativas, que gozaron de habilidad y lógica narrativas pero carecieron de datos empíricos que pudiesen corroborarlas.
Consideramos que esta sucinta contextualización brinda la información de base necesaria para interpretar la breve pero intensa discusión librada entre estos intelectuales en torno a la naturaleza de la filología decimonónica.
Según anunciamos, el discurso de Prado fue pronunciado en 1866, pero el hecho que resultó la piedra de toque para desencadenar la polémica entre Lewis y Larsen fue la publicación de dicho pronunciamiento en 1870, en la sexta entrega de la Revista Arjentina.
David Lewis, de origen inglés, era miembro de la primera Comisión Nacional de Bibliotecas Populares y se desempeñaba como profesor de latín en el Colegio Nacional de Buenos Aires (Cutolo, 1975, p. 184). Juan Mariano Larsen (1821-1894), de origen francés, doctorado en teología y en medicina por la Universidad de Buenos Aires, era miembro de número del Instituto Histórico y Geográfico del Río de la Plata (fundado por Mitre) y miembro de la Real Academia de Anticuarios del Norte de Copenhague (Dinamarca); se desempeñaba como periodista, redactor y traductor en diferentes revistas porteñas y como profesor de latín, griego e historia en el mismo establecimiento educativo que Lewis (Cutolo, 1975, pp. 80-81).
Ante la embestida de Prado, en una entrega posterior de la Revista Arjentina, Lewis emprendió su defensa de la filología y, específicamente, del método histórico-comparativo, empleado (hábil y científicamente, a su criterio) por López. Esta intervención, no obstante, generó el descontento de Larsen, quien, devenido interlocutor directo, también manifestó sus disidencias. Aquí analizamos el rol atribuido a la disciplina en el debate entablado por estos intelectuales.
A raíz de la publicación del discurso en cuestión, Lewis (1870a) salió al ruedo para “rechazar” de oficio (“in limine”) la idea expresada por Prado respecto de que el problema de los primeros pobladores de América “no puede pasar de probabilidades”; a su entender, una afirmación como esta atentaba contra “el vuelo de todo espíritu investigador” (1870a, p. 337).
Lewis no se pronunció únicamente para reivindicar la tesis lopista, de la que se mostraba “partidario”, sino que su intervención principalmente encarnó una férrea defensa de la ciencia del lenguaje. Las investigaciones filológicas, para Lewis, permitieron a López sortear las dificultades del asunto y emprender “la única vía de esclarecer un punto de la historia americana que se halla siempre en la más profunda oscuridad” (1870a, pp. 337-338). El método comparativo forjado por la disciplina, pues, era clave al momento de intentar arrojar luz sobre la misteriosa procedencia de los primeros habitantes de América; según Lewis, tal como hizo William Jones al estudiar las lenguas asiáticas y recuperar la procedencia de los antepasados europeos, López se valió del “único medio posible de resolver la cuestión, estudiando detenida y minuciosamente los idiomas indígenas de América” (1870a, p. 338). Desde esta perspectiva, el mérito de la tarea lopista parecía innegable; por el contrario, aclaraba Lewis, no coincidía con aquellos colegas que atribuían un mérito similar a la labor de “cierta clase de investigadores”, creídos de…
[…] haber hecho algún gran descubrimiento cuando dan á entender que las primeras emigraciones para América partieron ó desde el Norte de Asia por el estrecho de Berhing, ó desde Europa por via de Groenlandia, ó Irlandia, por la mayor ó menor proximidad que estos puntos deben tener con el continente americano. La teoría no tiene nada de nuevo, ni de ingeniosa, y no pasa de la concepción de una criatura; ciertamente los americanos no cayeron de la luna (1870a, p. 338; sic).
Las declaraciones de Lewis agregaron una nueva foja a su intervención, que además de constituir una defensa de la filología y una reivindicación del trabajo de López, encarnó una ofensa directa hacia el libro de Larsen. Del descargo al que se vio motivado este último nos ocuparemos en lo que sigue; antes, no obstante, agotaremos el análisis de la intervención del primer querellante.
La reacción de Lewis apuntaba contra la “falta de fe” que Prado había declarado tenerle a la filología; reafirmaba, pues, el carácter científico de la disciplina y le adjudicaba un lugar absolutamente relevante en cuanto a la investigación de civilizaciones pretéritas; tal es así que, desde su punto de vista, afirmaba:
[la filología] es la base de la etnolojia, y sin ella es imposible comprender el objeto de los monumentos de la antigüedad, ni apreciar debidamente las artes y ciencias que otras generaciones hayan legado á la posteridad. Ni la literatura ni las leyendas, ni las tradiciones de un pueblo pueden llegar á ser patrimonio universal sin prévio examen de su lengua. La filolojia ha sido la llave secreta de cuestiones históricas no menos oscuras que la que se trata en este momento (1870a, pp. 338-339; sic).
Lewis también se detuvo sobre la declaración de Prado referida a la irreductibilidad de los idiomas americanos a letras itálicas. A su criterio, dicho método fue aplicado con “éxito completo” en África, Madagascar, Nueva Zelanda y varias islas del Océano Pacifico; a modo ilustrativo, mencionaba los hallazgos de Wilhelm von Humboldt, quien en el primer tercio del siglo XIX, gracias a la filología, logró establecer la “pertenencia etnológica” de las tribus neozelandesas y de otras islas del Pacífico a la gran raza malaya (1870a, p. 340). Con el fin de despojar cualquier tipo de duda respecto de la legitimidad del método de transliteración practicado por los profesionales del área, Lewis ofreció algunos detalles que podían resultar básicos para alguien versado en la materia, pero que, en consonancia con el tono irónico que atravesaba su argumentación, parecían serle ajenos al lego “articulista”, cuyas opiniones refutaba:
Sostenemos pues, que consistiendo las letras itálicas de vocales, de diptongos y triptongos, de consonantes que se subdividen en dentales, labiales, nasales y guturales, ó en sonidos, á que se reduce toda articulación humana, por la misma forma del órgano del habla, representan, ó pueden hacerse los medios de representar, si no exactamente, á lo menos suficientemente para nuestro propósito, que es la ciencia de las lenguas, al Guaraní, ó cualquier otro idioma que se haya hablado en el mundo (1870a, pp. 340-341; sic).
Luego, Lewis reparó sobre la tercera de las atribuciones que Prado había adjudicado a la filología al consumar su ataque: una disciplina que “se presta mucho á la buena voluntad del escritor, que ve muchas veces lo que no existe” (1870a, p. 342; sic). En su descargo, Lewis explicaba que los primeros años de toda ciencia funcionaban como “fuente de errores” y que, siendo la filología “apenas adulta”, eran esperables ciertos errores, incluso algunos “bastante ridículos” (1870a, p. 342). Por esta razón, Lewis proponía descartar la idea de infalibilidad al momento de juzgar los trabajos de sus colegas (como en el caso de López); sin embargo, consideraba que las “leyes” de la filología eran “capaces de demostración casi matemática” (1870a, p. 346).
Llegado a este punto, Lewis se encargó in extenso de “determinar el valor histórico y científico de la supuesta existencia de la fabulosa Atlántida”, una idea falaz a la que, en el mejor de los casos encontraba “graciosa”, cuando no “ridícula” o, finalmente, “absurda” (1870a, pp. 346-350). Por último, señaló que su intervención no solamente aspiraba a refutar “doctrinas completamente falsas” como la de Prado, sino también a “estimular a la juventud argentina”, invitándola a la lectura de investigadores ingleses y alemanes, cuyos aportes fueron fundamentales para la conformación del vasto campo de la filología de su tiempo (1870a, p. 351).
En una entrega posterior de la revista, Larsen (1870a) ofreció su respuesta. No negaba la dificultad de la empresa: saber si existió un tiempo (“aunque sea pre-histórico”) en el que el continente no estuvo habitado por el ser humano era una cuestión pendiente y, por cierto, “muy ardua”, “que no pasará de ser una conjetura mas ó menos plausible ó armonizable con el conjunto de las demás ciencias” (1870a, p. 523; sic). Durante el período colonial, advertía Larsen, la pregunta por el origen de los habitantes nativos de América ni siquiera llegó a ser formulada, ya que carecía de “importancia política”; fue un tiempo en el que las tribus autóctonas (“destinadas á desaparecer sin ruido, como los ganados de saladero”) fueron clasificadas con fines únicamente “administrativos” y se compusieron diccionarios y/o gramáticas sobre sus lenguas, pero sin el afán de reconstruir rutas migratorias o de postular lazos genéticos: “[…] no había aun nacido la Etnolojía y mucho menos la Filolojia comparada, que no cuenta todavía una vida de hombre” (1870a, pp. 524-525; sic).
Introducida la temática, Larsen celebraba las iniciativas de Prado y de Lewis de haber convocado la “atención pública” en un “periódico popular” sobre un “problema histórico”, habitualmente reservado a la “discusión formal” (1870a, p. 526). Luego, presentó muy sucintamente la tesis de López acerca del origen ario de la raza quichua —a la que, según aclaraba, no adhería— y aseguró reservar las críticas y el análisis pormenorizado de la materia para un artículo (1870e) de la Revista de Buenos Aires, publicación en la que entre 1865 y 1869, como hemos señalado, se habían dado a conocer las ideas de su colega.
Respecto del punto que anunciaba el título de su intervención (“Los primeros pobladores de América”), Larsen consideró oportuno practicar la distinción terminológica entre “primitivos” pobladores y “primeros” pobladores (1870a, p. 529). Una denominación refería a los hombres que habitaron el continente antes de la llegada de Colón, de modo que remitía al “sentido con el que todo el mundo utilizaba la dicción” y mantenía entonces el asunto en el plano histórico; la otra, por el contrario, pretendía “fijar nominativamente” la tribu antes de la cual no había habido ninguna otra, de modo que llevaba el asunto “más allá de cuanto puede ser histórico y pre-histórico” (1870a, p. 529). Según explicaba, su América Antecolombiana utilizaba la expresión en el primero de estos dos sentidos, esto es, como “primitivos” pobladores del continente; haberlo planteado en el segundo hubiera sido tomar un objeto de estudio que trascendía el marco de la filología y se ubicaba, a su criterio, “en el dominio de la geolojía, de la paleontolojia, y de la teolojia” (1870a, p. 529; sic). La posibilidad de dilucidación del “escrúpulo del Sr. Lewis” (respecto de si los primeros pobladores de América “cayeron o no de la Luna”) no excluía, para Larsen, la necesidad de “una nueva revelación divina” (1870a, p. 529). Por esta razón, concluía su pronunciamiento repitiendo (o bien citando) un pasaje de su propio libro, tan objetado por su interlocutor:
Todo eso prueba «que se pierde el tiempo en querer determinar precisamente quiénes fueron los primitivos pobladores de la América. Ellos vinieron de todas partes y de todos modos; esto es lo mas probable. Sin embargo, la gran masa de ellos son los Esquimales del Noroeste, los Tchuquies y Tártaros en la misma dirección, y los isleños del Pacífico. En cuanto á los hombres de raza blanca, es preciso aguardar hasta el siglo décimo» (1870a, p. 536; sic; las comillas son del original).
El siguiente tomo de la revista albergó un nuevo eslabón de la serie discursiva. Lewis (1870b) ofreció una intervención en la que desde el comienzo, a través de una agresión frontal a su colega, subió el tono de la contienda; específicamente, dijo: “Como el artículo del Dr. Larsen no tiene ni pies ni cabeza, empezaré por donde mas convenga” (1870b, p. 87; sic). Acto seguido, Lewis indicó que, aunque consideraba a Larsen uno de los mejores representantes de la disciplina en la parte austral del continente, lo hallaba ubicado en “el partido opuesto”, entre quienes desconocían la importancia de la ciencia del lenguaje (1870b, p. 88). Lo invitaba a que recordara que la discusión se había desencadenado justamente a raíz del ataque propinado por Prado, y no por los desacuerdos surgidos luego entre ellos respecto de la etnología y la antigüedad del hombre americano. Lewis buscaba subsanar, pues, la herida causada por el desprecio hacia la filología:
[…] sostengo, ahora como siempre, que si logramos alguna vez descubrir el oríjen de los indíjenas actuales será solo por la filolojia, porque el arqueólogo del Dr. Larsen no lo es, sino cuando es filólogo también. Conviene tener presente la analojía observada en la construcción gramatical, y proceder á la clasificación de las lenguas americanas, porque es altamente probable que de los setecientos dialectos arriba mencionados no pasarán de siete los que sean radicalmente distintos (1870b, p. 92; sic).
Durante el resto de su contribución, Lewis intentó desmontar casi punto por punto las objeciones de Larsen, poniendo al descubierto la impropiedad lógica y la falta de criterio científico que residía en su modo de razonar. Sobre el final, recuperó también la frase con la que Larsen había intentado banalizar su posición: “Dios pudo haber colocado allí una primera pareja haciéndola caer de un simple acto de su voluntad, que para la América fue lo mismo que si cayera de la luna” (1870b, p. 94; las cursivas son del original). Denunciar la “mala” teología y la “atrocidad” de las ideas científicas portadas por dicha frase fue la manera que encontró Lewis de doblar la apuesta y superar el nivel de sorna anteriormente desplegado por su interlocutor, absolutamente presto para una nueva reacción.
Frente al elogio a la filología practicado por Lewis en sus dos primeras intervenciones, el siguiente pronunciamiento de Larsen (1870b) buscó profundizar el contrapunto, encorsetando taxativamente el ámbito de acción de la disciplina. Para ello, destacó que en materia de hallazgos históricos, muchos hechos relativos a la población antecolombiana de América fueron determinados, justamente, “sin ayuda de la filología” (1870b, p. 129). Según sostenía, las pruebas se desprendían de las “analogías” establecidas entre los diferentes pueblos; estas se distribuían en “cinco géneros”: razas, instituciones políticas, mitos y costumbres, monumentos y, finalmente, el lenguaje (1870b, p. 130). Al respecto, Larsen precisaba:
Estas últimas [las analogías en el lenguaje] son el asunto de la Filología comparada, que es la que con mas frecuencia, en convergencia con las otras, pero de un modo mas fácil y mas directo, se ha de emplear cuando se trate de investigar el origen de las naciones americanas. En efecto, es mayor el número de los que pueden estudiar las lenguas, porque es mas fácil comparar los elementos lengüisticos que los de otro género (1870b, p. 130; sic).
Larsen operaba, pues, dos movimientos argumentativos en simultáneo: no solo bajaba a la filología del pedestal en el que pretendía ubicarla Lewis, sino que además le otorgaba un tratamiento de menor rango científico que el de otras disciplinas. Según su caracterización, la filología devenía un campo de investigación de dominio prácticamente terrenal, accesible para el estudioso aficionado, entusiasta; la reflexión lingüística resultaba moneda corriente y, aparentemente, de libre circulación en sujetos con niveles de instrucción no necesariamente científica y/o académica. Más adelante, Larsen explicitaba las limitaciones con las que se topaba, a su criterio, el método histórico-comparativo:
[…] es menester confesar que en la aplicación el resultado no puede tener sino en muy raras ocasiones toda la extensión que la teoría parece prometer. Hay una gran razón, y es que no hay lenguas puras. El chino está mezclado con una infinidad de dialectos tártaros, tibetanos, y otros; el vasco está plagado de vocablos de origen latino; el aleman, uno de los idiomas bastante puros, tiene tantas voces latinas que se ha publicado aparte el diccionario de ellas; no hablo del inglés, francés y otros modernos porque todos están al cabo do la gran mezcla que hay en ellos. El mismo Sanscrit al que refieren algunos como lengua madre los idiomas indo-germánicos, no es puro, y viene á reconocerse á su vez como derivado de otros mas antiguos que hablaban los pueblos Arios antes de la dispersión (1870b, p. 130; sic).
[…]
Por efecto de las mismas consideraciones ocupan igualmente un lugar secundario las famosas leyes de Grimn, á las que el Sr. Lewis parece dar una grande importancia (1870b, p. 131; sic).
Larsen destacaba que su perspectiva no procuraba desmerecer las leyes de Jacob Grimm: “ilustre filólogo” al que, a su entender, mucho debía la ciencia y cuya labor se había ganado un lugar en el panteón de “los hombres admirados por la generalidad de los jueces más competentes” (1870b, p. 134). Por el contrario, Larsen señalaba que su intención era preservar el conocimiento científico ante “generalizaciones prematuras”, puesto que en formulaciones como la de Grimm se observaban “leyes con una jurisdicción bastante limitada” (1870b, pp. 134-135).
No obstante, aunque fuera contra Lewis y eso pareciera acercarlo a Prado, a diferencia de este, Larsen insistía en otorgarle estatuto científico a la filología; si bien no la consideraba el único medio de indagación de los orígenes y de los vínculos entre las razas, la caracterizaba como una disciplina subsidiaria en el campo más vasto de la arqueología, la etnología y la mitología. Se oponía a quienes, como Prado, concebían la filología como “un conjunto de observaciones mas ó menos curiosas, injeniosas, entretenidas, pero sin vínculo común y sin base reconocida” (1870b, p. 135; sic). Contra visiones como estas, Larsen identificaba en la disciplina un “terreno firme”, una tarea anclada en la “transliteración de sonidos” y, por ende, en la descripción de “la organización del instrumento vocal del hombre” (1870b, p. 137). No había motivo, desde su óptica, para desconfiar de la transliteración romana: esta no se basaba en los sonidos de la lengua latina, sino en “el conjunto de letras que el consentimiento de los pueblos europeos tiene admitido para representar los diversos sonidos y articulaciones de las lenguas de Europa”; el rigor metodológico de la disciplina estaba a salvo porque, habiendo sido “explotados científicamente”, esos caracteres habilitaban la “expresión de cuanto es capaz de producir la larinje humana” (1870b, p. 137; sic). Para Larsen, el único problema residía en el lugar de absoluto privilegio que, entre las ciencias humanas, Lewis le adjudicaba a la filología, cual faro de la arqueología.
La siguiente intervención de Lewis (1870c) procuraba dejar al descubierto los desaciertos del último pronunciamiento de Larsen, su “amistoso adversario”, quien parecía no percibir que sus palabras probaban “la verdad de lo que busca invalidar” (1870c, p. 75). El primer punto contra el que reaccionó Lewis fue el supuesto “menor grado de dificultad” denunciado por Larsen en cuanto a las comparaciones practicadas por la ciencia del lenguaje; para mostrar la inadecuación de esta idea, Lewis no adoptó en su discurso un tono beligerante, sino que, con flagrante indignación, recurrió a la ironía:
No logramos francamente apreciar semejante aserción. Es decir es mas fácil comparar nuestros idiomas (que nuestras narices, y mas fácil comparar la estructura de las lenguas que la de los edificios, ó una piedra que una palabra. Con argumentos de este jénero el anticuario no se impondrá jamás al filólogo (1870c, p. 74; sic).
Según Lewis, sostener semejante idea —esto es, que la filología comparativa constituía el camino más fácil para determinar las relaciones de parentesco entre las naciones— equivalía a desconocer el valor de la ciencia del lenguaje, de los aportes de Max Müller y Jacob Grimm, entre otras eminencias, o de empresas como la de López, cuyas tesis no reposaban sobre un “estudio superficial” de la materialidad lingüística, sino que hurgaban en la historia de varias lenguas, material que exigía “años de contracción para saberlas regularmente bien” (1870c, p. 74).
El segundo punto contra el que reaccionó Lewis fue la acusación lanzada por Larsen en relación con el alcance de la filología, que carecía en los hechos de “la extensión que la teoría parecía prometer”, puesto que la dificultad de hallazgo de lenguas puras constituía una barrera para la reconstrucción de los movimientos migratorios de los pueblos y para el establecimiento de sus filiaciones (1870c, p. 75). Lewis ofreció una serie de preguntas para confrontar el argumento:
¿Es esta la observación de un historiador? ¿No vé el Dr. Lársen á donde le llevan sus palabras? ¿Puede darse una prueba mas clara de que la filolojía en manos hábiles es un instrumento poderosísimo para descubrir la etnolojía de las naciones, y que su historia está íntimamente ligada con su conocimiento? Si el chino está plagado de voces tártaras, se deducen en el acto las invasiones de los Tártaros, se conoce el carácter nacional, la etnolojía del pueblo y la influencia que deben haber tenido las tribus errantes del Norte de Asia sobre la civilización del imperio chino (1870c, p. 75; sic).
[…]
Si el Dr. Lárscn logra descubrir que las lenguas sud-americanas no son puras en el mismo sentido, le prometemos darle una inmediata solución del oríjen de los Indios (1870c, p. 76; sic).
Para Lewis, la lectura de la historia se efectuaba desde la filología, y no al revés; es decir, el análisis minucioso de la materialidad lingüística habilitaba —era condición de posibilidad para— el conocimiento del pasado de los pueblos. La filología, lejos de ser una disciplina marginal o auxiliar a la que, eventualmente, podían recurrir profesionales de otras áreas (el arqueólogo, el etnólogo, el antropólogo, el teólogo), aparecía como la rosa de los vientos del historiador. La ciencia del lenguaje era, pues, una suerte de faro a la hora de estructurar, interpretar y reconstruir datos sobre los tiempos pretéritos, de conjeturar sobre las posibles migraciones de tribus primitivas, de explicar sus vínculos étnicos con naciones modernas, de analizar su mitología, sus monumentos, su organización social, etcétera. Conforme a lo expresado en el primero de los artículos de la serie, Lewis insistía en ver a la filología como “la base de la etnología” e, incluso, como “la llave secreta de cuestiones históricas” (1870a, p. 338).
En este mismo número, la Revista Arjentina publicó una carta enviada por López (1870) a Lewis, en la que el remitente manifestaba su complacencia ante la lectura de los artículos que elogiaban su labor y celebraba la puesta en conocimiento de un hecho que decía ignorar: “la residencia en Buenos Aires de un verdadero filólogo, informado a fondo en las leyes científicas del lenguaje” (1870, p. 171). Luego, López desestimaba el valor de los estudios de su autoría a los que refería favorablemente su colega, juzgándolos de escaso rigor científico por basarse en “meras relaciones superficiales” y le anticipaba la publicación parisina (en curso) de “un libro de ciencia verdadera”: Las razas arias del Perú (1871a), obra que una vez salida a la luz, en un número posterior de la revista (como veremos luego), Lewis se encargó de comentar (1870, pp. 171-172).
El último eslabón de la serie discursiva perteneció a Larsen (1870c, 1870d), quien brindó un extenso artículo segmentado en dos entregas. Retomaba la tesis inicial con la que había abierto su primera intervención: a saber, la ardua cuestión referida a la existencia (o no) de un momento (probablemente prehistórico) en que América no contaba con habitantes de la raza humana. Larsen desestimaba la trascendencia de las declaraciones de Prado, pues consideraba que la crítica a su libro había sido una mera “ocasión de hablar cuatro palabras” ante un grupo de jóvenes en un “círculo privado”; por el contrario, focalizó la afrenta propinada por Lewis, “inglés, caballero y estudiante”, “versado” en el tema, que se propuso “rebatir el único libro escrito en este país que trata de la cuestión” (1870c, pp. 140-141).
En primer lugar, Larsen pasó revista a los aportes de los autores citados en su obra: Dionysius Lardner, Carl Christian Rafn, Conrad Malte-Brun, John Lloyd Stephens y John Lubbock, entre otros, a quienes, según decía inferir, Lewis jamás había leído. En segunda instancia, presentó detalladamente los avances realizados por la arqueología americana en los últimos años sobre siete clases de elementos: instrumentos, alfarería, alhajas, terrados, recintos (defensivos y sagrados), túmulos (funerarios y para sacrificios) y fechas. Larsen concluyó su artículo señalando, una vez más, que las investigaciones arqueológicas más modernas sobre los primitivos pobladores del nuevo continente no estaban en condiciones de remontar la discusión hacia una antigüedad superior a los tres mil años; esta fecha, según explicaba, “armoniza bien y entra sin dificultad en el cuadro general de los acontecimientos antecolombianos de ambas Américas”: una de procedencia tártara y otra de procedencia escandinava (1870d, p. 234). El asunto del origen del hombre en esta parte del mundo o de los “primeros” (“primerísimos”) hombres que pisaron América quedaba relegado al inasible ámbito de lo prehistórico, sobre el que una ciencia como la filología, a criterio de Larsen, nada podía hacer.
Aunque con la última intervención ya había dado por concluida su participación en el pleito, al comentar el recientemente aparecido libro Las razas arias del Perú, Lewis encontró una nueva serie de argumentos para robustecer su defensa de la filología y así clausurar el juego de las disidencias entablado con Larsen. En esta contribución, Lewis retomó la idea que había sido punto de partida de su primera reacción ante el discurso de Prado; insistía en que López hacía por su país (la Argentina) lo mismo que Jones había hecho por el suyo (Inglaterra), esto es, trazar una ruta de investigación (aún inexplorada) susceptible de ser ampliada por sus actuales colegas y por sus futuros discípulos:
[López] abre un camino por el cual andarán muchos otros buscando el orijen y la historia de los indijenas de este gran continente; y de todos los medios de que se ha aprovechado á fin de resolver el problema, creemos este, si lo hay, el único que puede dar algunos datos satisfactorios. Damos aun por estériles los trabajos anteriores que no hayan tenido por base y punto de partida el estudio comparativo de los idiomas (1871, p. 512; sic).
[…]
[la filología] sola puede levantar el velo que siempre cubre bajo sus pliegues el misterio de la ilustre cuanto desgraciada raza de los incas (1871, p. 514).
Lewis sostenía que la ciencia del lenguaje era el único medio disponible para ensayar la resolución del enigma en torno a la aparición de la especie humana en América, ya fuera esta originaria del continente o le hubiera llegado de otra parte del mundo; desde su perspectiva, el análisis comparativo de las lenguas no podía sino ser concebido como el insumo primordial para el avance de la arqueología americana. La novedad de la tesis lopista radicaba, a criterio de Lewis, en dos puntos: por un lado, implementar un método correspondiente a una disciplina no desarrollada hasta entonces en la Argentina, y, por otro, contrariar la opinión “casi unánimemente” aceptada por los profesionales europeos (incluso, por el mismo Max Müller): “todas las lenguas americanas son puramente turianas” (1871, p. 513).
Lewis glosaba el trabajo de López y explicaba que, frente al veredicto emitido por las voces más autorizadas, el desarrollo del quichua procedía de un desprendimiento prematuro del tronco común de las lenguas arias, ocurrido en un momento en el que dichas lenguas se hallaban todavía en un “estado de formación” (esto es, “cuando consistían en raíces solamente”) (1871, p. 576). La tesis del libro, según explicaba, no resultaba incompatible con el hecho de que las formas gramaticales fueran turianas, de modo que al menos ese no era un argumento para desecharla, como tampoco otros curiosos fenómenos que podían ser interpretados en función de ella: por ejemplo, la ausencia de una letra aria como la G en el quichua —que en realidad tenía su equivalente gutural en la K, es decir, en una letra reconocida por los filólogos como “fisiológicamente análoga”— invitaba a pensar dicha letra como una creación surgida en desarrollos posteriores de esta gran familia lingüística. Lewis sostenía que el fenómeno, lejos de encerrar una contradicción, devenía una “prueba de la antigüedad” del quichua, cuya evolución no desmentía las leyes reconocidas por la filología decimonónica (1871, p. 525).
Por último, Lewis redundaba en el acierto de la publicación parisina del libro de López, al que consideraba un trabajo capaz de atraer “la simpatía del antiguo mundo” y le auguraba buenas repercusiones entre los literatos europeos (1871, p. 530). Con poca fe, no obstante, aguardaba la recepción de la obra en la Argentina y en el resto del continente, puesto que, advertía, “a excepción de los chilenos,8 los Sud Americanos se ocupan poco de estudios de este jénero” (1871, p. 531; sic).
Según observamos, Larsen ubicaba a la disciplina como una ciencia auxiliar y subsidiaria en el vasto terreno de la etnología, comprendida esta no solo por el análisis de las lenguas, sino también por otros cuatro “géneros” de mayor peso: el estudio de las razas, de las instituciones políticas, de los mitos y de los monumentos. Lewis, por su parte, atribuía a la filología un lugar de privilegio en el área, concibiéndola como la condición de posibilidad para la interpretación de todos los elementos legados por la cultura de los pueblos antiguos, objeto de estudio de la arqueología (americana). Para el primero, la ciencia del lenguaje era una herramienta más a disposición del etnólogo; un instrumento importante, por supuesto, pero no imprescindible al momento de reconstruir la historia del continente. Para el segundo, el análisis lingüístico-comparativo era una práctica ineludible para el historiador, pues proporcionaba la gema que facultaba, con rigurosidad de método, la indagación sobre el pasado en todo campo de conocimiento humano.
La filología, ¿era entonces la base de la etnología (tesis de Lewis)? ¿O era posible, en efecto, una arqueología sin ayuda de la filología (como sostenía Larsen)? ¿Qué posición arrojó argumentos más contundentes en la serie de intervenciones analizadas? ¿Podemos determinar un vencedor en el debate? A nuestro entender, sin triunfo ni coronación para ninguno de los involucrados, en el ejercicio retórico de cada uno de estos intelectuales estuvo el verdadero protagonista del intercambio, en el que supieron plasmarse dos visiones (diferentes) acerca del rol de la filología en la arena cultural (argentina) de la segunda mitad del siglo XIX.
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